Las
esquelas mortuorias son breves tratados de
sociología parda sevillana. Novelas que nunca
serán escritas. Páginas del Gatopardo de Sevilla
en escritura automática. Lees los nombres de los
dolientes y te salen hasta coplas de la Piquer: no
viene la otra, la otra, que no tenía un anillo con
una fecha por dentro, aunque todos la conocían. Y
bajo los nombres del difunto, los títulos de
grandeza que la ciudad concede, los motes del
pueblo grande que Sevilla lleva dentro: «Bético
hasta la muerte», «Currista de toda la vida»,
«Socio número tal del Sevilla F.C.», «Hermano
número 1 de la hermandad de...». Venía el otro día
en ABC una de estas esquelas que te levantan el
plano 1:50.000 del alma de Sevilla. La papeleta de
defunción de una señora bajo cuyo nombre ponía:
«Estanquera de la calle Pureza». De la calle
Larga, que diría un trianero viejo, de los que
hablan de su geometría sentimental de la calle
Larga y de la calle Ancha.
Mucho presumir de
protección a las minorías desvalidas y
maltratadas, pero ha llegado la Ley Antitabaco y
nadie ha defendido los derechos de los
estanqueros. Abandonados a su suerte por la moda
americana de ir contra el tabaco. ¿Cuántos
estancos han cerrado en Sevilla en los últimos
años? Cada vez que paso por su puerta en la calle
Sierpes me acuerdo de la pequeña Habana del
estanco Corpas, oloroso de vegueros, de raros y
exquisitos tabacos rubios turcos o ingleses,
hechos como para que los fumaran las tanguistas
del Kursaal. Cada vez que paso por el estanco de
la Avenida, donde sigue su hijo, me acuerdo de
Rafael Conde, que cuando la novena cogía la escoba
y barría la puerta del Baptisterio de la Catedral
en honor de su Virgen de los Reyes. Y en la
Borceguinería me encuentro con la sonrisa de la
estanquera de Mateos Gago vendiendo postales a los
turistas. Y salen las carretas de Triana y me
acuerdo de las estanqueras de la calle San
Jacinto, tan clásicas como el sombrero de alancha
de Astolfi en versión de especiales al cuadrado o
de cuarterones de tabaco negro del Cubanito.
En la muerte de la
estanquera de la calle Pureza, os evoco ahora,
viejos estancos de caldo de gallina y papel de
pagos al Estado, el mundo sepia de hojas de sellos
del Caudillo, expendedurías de recado de escribir
a los quintos en Cerro Muriano, azules sobres,
cartas pautadas con las rayas de los palotes
escolares. Los viejos estancos olían a nicotina, a
papel engomado, a algodón de mecha de los
yesqueros, a humedad de la esponjita rosácea en la
que iban mojando los sellos.
Las estanqueras
arrastraban injusta fama de poco favorecidas por
la belleza y la fortuna, viudas de una eterna
guerra inacabada. Jugábamos de niños a
espadachines de Cine Alfarería con tizonas de
madera, y siempre la hermana de un amigote nos
advertía del peligro:
-Ten cuidado, que me
vas a saltar un ojo, y me vas a tener que poner un
estanco.
Yo hoy quiero
ponerle un estanco a aquella Sevilla lenta y
provinciana a la que dejó tuerta la Ley
Antitabaco. Los estancos, como las puertas de los
cuarteles con su «Todo por la Patria», eran la más
cercana idea del Estado, con su muestra con los
colores de la bandera de España. Eran el Estado:
las culebrillas de las letras para comprar a
plazos la radio Marconi en Créditos Rucas o la
bicicleta en Artemán o en Gaytán; el papel de
pagos; las primeras quinielas del Patronato de
Apuestas Mutuas Deportivo-Benéficas; los timbres
móviles para las instancias del «Por Dios, por
España y la Revolución Nacional-Sindicalista».
Todo se conjuró
contra los estancos, contra la sonrisa de las
estanqueras, contra los estanqueros que nos
parecían como veteranos de una guerra de Cuba de
donde hubieran venido licenciados con la saca de
tabaco de petaca a cuestas. La Ley Antitabaco
acabó con el chesterluqui americano; el fax y el
correo electrónico, con los sellos y las cartas;
en vez de letras se firman pagarés. Sólo los salva
el papel de fumar para los cigarritos de la risa.
Las leyes represoras, las máquinas de los bares y
las nuevas formas de vida han acabado con los
estancos. Esto sí que ha sido el verdadero crimen
de las estanqueras, y no el ensangrentado cuchillo
de El Tarta en la expendeduría de la Puertalacarne.