ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El olor del incienso de Marta

Pienso ahora en una casa y en el cuarto de una muchacha, ay, con una cama vacía. Sobre la que quizá hay un osito de peluche o una muñeca, de cuando era niña. Pienso ahora en ese cuarto de ese piso de la calle Argantonio donde sus padres esperan a Marta del Castillo. Sobre la mesa de estudio falta el ordenador. Como falta la sonrisa de Marta. Se han llevado el ordenador para analizar su ausencia. La memoria de una ilusión, los apuntes de clase, el trabajo con los datos sacados de Wikipedia, los mensajes de Tuenti, las amigas del Messenger.

Y todos esperando. Todos teniendo esperanza. Y su cara pregonando esa esperanza por las fotocopias en color de las esquinas. Yo he visto esa cara de Marta en la fotografía que estaba en la fotocopia que han fijado a la entrada del supermercado de mi barrio, donde se cogen los carritos de compra. En unas breves líneas, va toda una esperanza descrita. Y descritas están en la hoja de impresora fotocopiada las ropas que llevaba. Debo pensar que lleva todavía. Quiero pensar que lleva todavía.

Cada cual hace su conjetura. Las redes sociales de Internet se enmarañan de cariño, de ganas de ayudar. ¿Cómo se puede ayudar a unos padres que tienen en la casa una cama vacía en el cuarto de una niña? ¿Cómo consolar a unos padres para los que la muchacha sigue siendo una niña, si es una niña? ¿Cómo explicar lo que no se puede comprender?

A la esperanza la pintan de verde, pero nadie le había puesto hasta ahora un olor. Yo acabo de oler cómo trasmina la esperanza de que van a encontrar a Marta, que Marta va a aparecer, que pronto va a haber una muchacha en ese cuarto ahora vacío, de donde se llevaron el ordenador para rastrear sueños e ilusiones. Acabo de oler la esperanza porque aseguran que Marta, tan aficionada a las cosas de Semana Santa, tan del Gran Poder y del Cachorro, había comprado un incensario. Usted ha visto esos incensarios que anuncian tambores y gozos por las esquinas de Sevilla, ya, ahora, con estos fríos, neblinas y lluvias del invierno. Frente a la Catedral, por las Cuatro Esquinas de San José por las que pronto pasarán los palios y los misterios de la carrera oficial, hay un hombre que tiene puesta una mesa de campimplaya. Sobre la mesa, los pebeteros. Los incensarios de barro con forma de chimeneas de la fábrica de La Cartuja. Sí, como truncados capirotes de nazareno. Tienen algo de tramo de una cofradía los pebeteros del incienso alineados sobre la mesita del tío que los vende. Y que va quemando en ellos puñaditos de gloria pura de la primavera, el viejo, gozoso, ensoñador olor del incienso. Vas por la calle, te viene la vaharada de incienso, y presagias bambalinas que tintinean sobre varales de plata, Cristos que caminan racheando su paso sobre alpargatas costaleras.

Marta quería, quiere, soñar esta Sevilla ideal que trasmina con el incienso que vende el tío de la mesita de campimplaya, y se había comprado un pebetero. Quería, no sé, ponerlo en su cuarto, junto al ordenador, para que tuviera olor el emepetrés de la marcha de Semana Santa que quizá se ponía mientras estudiaba, o cuando chateaba con las amigas de los foros. Aseguran que Marta había ido a comprarse un incensario. Pero que le faltaba el incienso. O que el poco que le dieron con el rasposo barro cartujano de la chimeneíta lo había quemado ya, estrenando nostalgias, jóvenes nostalgias de una muchacha que apenas tiene recuerdos de viejas Semanas Santas.

Me aferro al incienso para ponerle olor a la esperanza. Sí, va a volver, porque Marta ha ido a comprar incienso. Marta ha ido a comprar armonías, sueños, recuerdos, emociones, para oler el vidriado de barro trianero de los expirantes ojos del Cachorro, para volver a tener aquella fragancia de la última Madrugada, cuando fue a ver a su amigo el Gran Poder.

Marta tiene que volver, porque simplemente ha ido a comprar incienso para su pebetero. Ese cuarto de la calle Argantonio tiene que tener pronto el calor de la vida de Marta, tienen que traer de vuelta su ordenador, porque esto sólo ha sido un mal sueño. Porque, Marta, muchos, todos, medio millón de amigos en la red, le tenemos puesto el olor del incienso a la esperanza.

Ser joven y mujer no puede ser una profesión de alto riesgo.

 

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