Rafael Montesinos dedicó un gran poema a don Francisco Sánchez Castañer, su profesor de Literatura con los jesuitas. En aquellos versos, Montesinos recordaba la ventana de su clase en Villasís, abierta al patio, a los naranjos de la primavera, y el traje siempre negro de un Sánchez Castañer que le preguntaba por los endecasílabos, cuando el poeta ya los había encontrado en los ojos de una niña cuyo amor le traía el aire de la mañana. Me he acordado del gran poema de Montesinos cuando he visto la esquela mortuoria de don Antonio Prieto, durante cuarenta años profesor de Humanidades en un Portaceli con las ventanas abiertas a los naranjos del albero. Prieto fue algo más que mi profesor de Historia del Arte. Aparte de darme sobresaliente, me distinguió con su predilección y admiración, mantenida en cartas, breves encuentros en firmas de libros o felicitaciones al final de una conferencia. Don Antonio Prieto se mostraba orgulloso de haberme tenido como discípulo, y yo, de haberlo tenido como maestro.

Prieto era licenciado en Filosofía y Letras. Modesto, callado, llegaba silencioso a sus clases y nos explicaba los templos de la Magna Grecia con tal naturalidad y familiaridad como si fueran su iglesia de Omnium Sanctorum, donde se bautizó, se confirmó, hizo la primera comunión, se casó, sacó de pila a sus cuatro hijas y el otro día le dijeron la misa funeral, con su féretro cubierto por el manto más antiguo de la Reina de Todos los Santos, la Virgen de su querida hermandad de gloria. No era de cofradías: era de hermandad de gloria. Un sevillano de gloria que nos enseñaba los triglifos del Partenón y, lo que es más importante, valores, principios. Sin una voz más alta que otra, sin autoritarismo. A don Antonio Prieto no se le conocía mote alguno en aquel colegio donde competían los apodos de El Tomatito, El Sifón, El Átomo, El Pecholata, El Mosquito, cada cura y cada profesor con el suyo.

Cuando oigo lo de la educación en valores, pienso en don Antonio Prieto. Un hombre de fe. Enseñaba el tránsito del románico al gótico, pero, sobre todo, la Verdad. No la enseñaba con apuntes o con el libro de texto, sino con su vida. Los sabíamos entregado a su iglesia de Omnium Sanctorum, de la que era párroco don Antonio Tineo Lara. Prieto fundó en Omnium Sanctorum la escuela parroquial para niños desfavorecidos, la escolanía y fue presidente de Acción Católica. Y, por decirlo en sevillano, «fue mucho» de su hermandad de la Reina de Todos los Santos. Por encima de los clasismos, igual gratitud debemos en esta hora de su muerte a este gran profesor nacido en la calle Relator los que fuimos sus alumnos en Portaceli como los chavales del barrio de la Feria o de la Alameda que en su escuela de la parroquia aprendieron un oficio y resolvieron su vida.

Todos los años tenía la certeza de ver a don Antonio Prieto la mañana del romero, en la procesión del Corpus. Pasaban las hermandades de gloria con sus bacalaos y allí iba humildemente, con su vara, junto al estandarte de su Reina de Todos los Santos. Iba con la misma modestia con que llegaba a clase, con su misma convicción en la Verdad vivida y enseñada con el ejemplo. Nos saludábamos con una cabezada de respeto, y él vería en mi sonrisa el agradecimiento del alumno, como yo comprobaba en la suya la satisfacción del maestro. Que como un testamento a sus antiguos alumnos, con la felicitación por mi pregón, con su última carta me mandó unos versos que son como el resumen de su vida: «Un corazón ya gastado que en todos vosotros pensó». Hoy ese corazón vuelve a latir en el agradecimiento de quienes aprendimos con don Antonio Prieto los triglifos y las metopas pero, sobre todo, valores y principios. Un sevillano de gloria. La que se ha ganado con la rectitud de su vida.