ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Este Lunes como un mar

La hermosura de contemplar el mar consiste en la certeza de que sobre sus aguas no pasa el tiempo, nada cambia en la línea del horizonte, nadie puede perpetrar un crimen contra su paisaje ni asesinar un atardecer. Como si estuvieras en el Malecón habanero, te sientas en la barandilla marinera del Campo del Sur gaditano, ante los bloques de las romanas colonias de gatos ciudadanos del Imperio, y ante el contemplado mar de Pedro Salinas, en el que los días claros hasta se ve el Morro de San Juan de Puerto Rico como ahora se contempla el castillo de Sancti Petri, que decía la guasa cubana de un caletero, y en ese azul hondo y con espumas del horizonte te parece que lo mismo va a aparecer de un momento a otro el ferry de Canarias que una fogueada fragata que desarbolada viene de arribada de la batalla de Trafalgar, igual una goleta que va camino del matute de un alijo de Gibraltar o que los galeones reales de la Flota de la Carrera de Indias camino de Veracruz.

Mirar una cofradía que pasa es como contemplar el mar. ¿Qué pasa, o que permanece en nuestro recuerdo? ¿Qué estamos viendo? ¿La cofradía que contemplamos o la que evocamos de aquella vez, de niños, quizá por este mismo sitio? Por eso tenemos la misma certeza de poder aferrarnos al tiempo sin que parezca que ha transcurrido, por eso nos sentimos en estos días como dioses vencedores, reflejo de la permanencia del único Dios. Apartas idealmente de la vista los edificios que están al fondo y que cambiaron sin saber por qué, la indumentaria de quienes contigo contemplan el prodigio, te olvidas de estos teléfonos móviles que están haciendo de cámara fotográfica con un destello de viejo magnesio de las fotografías ya amarillecidas, y no sabes de qué año, de qué época, de qué recuerdo, de qué melancolía, de qué tristeza es esta mar de capirotes que en su marea va y viene sobre la luz de siempre, con el sonido de siempre, con el olor de siempre.

Y la mar de la bulla. La bulla es como un mar, con sus mareas, su resaca, sus remolinos. La miras desde la altura de un balcón y quitando los sombreros de alancha y los canotieres de las fotografías de las viejas Semanas Santas del Archivo Serrano, es como entonces. Un paso de palio que sobresale entre la gente, unos chiquillos que marineando se han subido a una columna o a una farola, unos ciriales que son como boyas para que el barco del paso de misterio avance entre la rompiente de las olas de la bulla.

Y este ruán de esta tarde por San Vicente, es el mismo ruán de siempre, aunque hayan cambiado tantas cosas en el barrio y hasta dentro del templo. La pena antigua de la marcha de Pantión que suena al salir el Señor caído en tierra, ¿cuándo se compuso? ¿Pero es que se compuso? ¿No es una flor más de estos naranjos, que florece cada Lunes Santo como los compases de la tristeza de la alegría? De siempre, o de entonces, o de dentro de veinte años son el esparto, la cera, la madera, la flor, el cristal del candelabro de cola y hasta el bamboleo de las bambalinas. Los nazarenos no tienen edad. Por los negros capirotes no pasa el tiempo.

Y este olor del incienso al sol de la tarde de la cofradía de tu barrio del Postigo, ¿de cuándo es? ¿Cuántos siglos tiene? ¿No oliste este mismo incienso cuando esta misma cofradía salía de San Bartolomé? ¿No tiene acaso este incienso más años aún que el Cristo que van meciendo los costaleros en la terrible nana de su muerte, Pedro Collado? Y ya a la noche, en los chisporroteos de la cera ardida, cuando no se quepa en el Arco, en el recuerdo del costalero que murió aquí mismo y para quien el Postigo fue Puerta del Cielo, la mar abierta, la mar de llamas de una candelería de palio te hará recordar la inminencia de las olas, siempre nuevas, siempre antiguas, siempre las mismas. Como el mar. Como el mar de la memoria.

 

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