ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Campanas y vencejos del Arenal

Vamos a escuchar, que decían en el cuarto de los cabales de La Vinícola cuando Manuel Torre, blanco pañuelo de seda anudado al cuello, chaquetita de ajustado talle, daba un corto jipío, anunciador de un hondo cante. Vamos a escuchar las otras músicas de la plaza de los toros, ahora que echan en falta el tatachín sentimental de la banda de Tejera en faenas fundamentales, de las que se recuerdan. A estas alturas de curso, divido las cosas del toreo en dos únicos apartados: lo que se recuerda, aunque haya ocurrido hace muchos años, y lo que no se recuerda, aunque acabe de pasar ahora mismito. Yo acabo de ver ahora mismo a Diego Puerta jugándose la vida con «Escobero» de Miura, pero no recuerdo cierto muletazo que presencié ayer tarde. Yo acabo de salir de la plaza, toreando, un capicúa Jueves de Corpus del 18 del 6 del 81, y le puedo contar esencia a esencia de Curro, muletazo a muletazo de Manolo, desmayo a desmayo de Rafael, lo que han hecho Romero, Vázquez y Paula, pero no me pregunte usted de la corrida de Peñajara del otro día.

En lo que se va a recordar de esta Feria, mejor que no haya sonado la música. El buen toreo según Sevilla, evangelio del arte, es de silencio. Como la cofradía de los primitivos nazarenos por la calle Francos. Como el Gran Poder por Molviedro. Es toreo de ruán. Con esparto del Espartero. Y tiene su música. Claro que tiene su música. Pero hay que saberla escuchar. ¡Vamos a escuchar!

Ese toreo según Sevilla tiene la música de los vencejos, que es la otra arquitectura, sonora, que Dios le dio, llena de gracia, a la plaza del Arenal. ¿En qué otra plaza del mundo hay estos vencejos envidiosos, que cuando ven torear según Sevilla también quieren ser figuras, bajan a la plaza y hasta le dicen su «¡eje!» al toro? Y en el espejo cóncavo del azul cielo, los ojos de los toros, grandes como marismas, miran a los vencejos, los oyen como chirriantes goznes de gozo que abren las puertas de la gloria y también los quieren imitar templando embestidas. No, en Sevilla, los buenos toros no hacen el avión. En Sevilla hacen el vencejo: «Vencejos del Arenal/que cuando veis a Morante/también queréis torear».

Y vamos a escuchar el campanerío. ¿Qué mejor música que este mapa de bronce que llega hasta la plaza desde las torres y espadañas, para que no perdamos el norte de que estamos en un trozo de América que llegó río arriba, o en un cacho de Castilla que iba para las Indias y se quedó aquí por embarcar? Subid a una alta grada de la plaza, con derecho a Giralda, a espaldas del sol que va cayendo, y podréis oír todo el horizonte de campanas con que las torres y las espadañas, que son buenas aficionadas, dicen sus óles de bronce. En el silencio de la plaza, cuando un hombre de plata coloque en suerte al segundo toro ante el caballo, sonarán, rituales, las siete campanadas del reloj de la Plaza Nueva. Bajo ese reloj nos citábamos con nuestra novia y bajo las campanadas de ese reloj Sevilla espera, impaciente, pelar la pava con sus toreros. Luego el oído se os irá hacia el Sur, cuando suene la campanita del Hospital de la Caridad y os recuerde que así pasa la gloria del mundo, a veces con más pena que gloria, como este toro que ya arrastran. Y habrá luego un metal reluciente cuando escuchéis el tintineo íntimo de la breve espadaña de la Pura y Limpia del Postigo, que, riá, pitá, suena como una sevillana antigua del Pali. Y hasta la torre de Señá Santa Ana escucharéis quizá luego, barruntando ya tardes de cohetes rocieros. Su música pondrá al toreo según Sevilla la campana de la capilla del Baratillo y hasta a La Magdalena se le escucharán lágrimas de bronce ante tanta emoción. En cuanto a la Giralda, que como es tan importante ve los toros de balde desde su palco de convite, ¿qué mejor música para el toreo de Sevilla queréis que su repique de seises y alegría cuando llega al silencio de este ruán del albero de la tarde?

 

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