ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Seda y percal de Lola Ortega

En su tienda de la Plaza del Cabildo había muchos bellísimos objetos, en el rompeolas de fortunas y de vidas que son los anticuarios. En casa de Lola Ortega había marfiles filipinos, caobas cubanas, pericones de rompe y rasga pidiendo manolas en la barrera, camafeos isabelinos, mecedoras coloniales a las que les faltaba una solterona con un lorito y un novio embarcado. Pero el objeto más hermoso que había en aquel rincón de tanto arte y tanta vida desflecada eran los serenos, bellos, hondos ojos de Lola Ortega.

En su tienda de la Plaza del Cabildo había muchas oscuras pinturas de santos, como recién salidas de una desamortización. Miniaturas de escuela sevillana con pinares y molinos de Alcalá de los Panaderos. Alargadas parejas de patios de geranios de García Rodríguez. Prodigios de escenas de género de García Ramos. Pero el cuadro más valioso que había no era pintura alguna. Era una vieja fotografía de Arjona, enmarcada en una sobria media caña: una verónica de Antonio Gallardo, tan lenta, tan profunda, con las plantas tan asentadas, el compás tan bien abierto, el mentón tan hundido en el pecho, que parecía que no había terminado todavía de darla.

Primero se fue Antonio Gallardo, el que dicen que fue el que mejor toreó nunca con el capote en la plaza de Sevilla, el que no llegó a figura, pero, ¿qué importa? ¿Qué más figura que su planta de torero eternizada por el objetivo de Arjona en ese lance con el capote que los que lo vieron aún lo están, aún lo estamos, recordando todavía, en aquellas novilladas de un mayo de Miguel Montenegro, de Juanito Posada, de Gregorio Sánchez, de Ruperto, del Coriano, del Macareno, de Antonio Cobo?

Ahora se acaba de ir Lola Ortega. Ya no estará más en su mostradorcito de la Plaza del Cabildo, en esa como sucursal de una refinada Academia de Bellas Artes, trastienda de conversaciones tan lentas como las verónicas de Antonio Gallardo, su marido, donde lo mismo te encontrabas a Pepe Benjumea que a Rafael Manzano, a Morales Padrón que a Enrique Valdivieso. Los restos del naufragio de media Sevilla y de sus mejores familias pasaron por las manos de Lola, en almoneda de la vida, y nunca he visto mayor prudencia ni discreción que en sus silencios sobre lo que te ofrecía cuando le preguntabas por un aderezo de esmeraldas, o por un collar de perlas australianas, o por un paisaje de Barrón, o por un silloncito Luis XVI, o por una cómoda holandesa, o por un mantón que casi había conocido los prodigios del Galeón de Manila. Ay, los mantones de Lola Ortega... Lola era tan delicada como la seda de sus maravillosos mantones. El enrejado de sus mantones guardaba los grandes silencios de su discreción. Nunca decía de dónde venía nada. Nunca te hacía pasar por matute de San Telmo lo que era de Palomar o de un ebanista de Carmona. La seda de sus mantones, ay, qué seda. En el lenguaje de los toros se dice que las cuadrillas cambian la seda por el percal cuando concluyen el paseo. Lo de Lola Ortega, enamoradísima siempre de su Antonio Gallardo, yo creo que fue al revés. Cambió el percal del capote de Antonio Gallardo, el que mejor nunca se abrió en el Arenal, por la seda de sus mantones. Se conocía el percal de esta ciudad. Como nadie. Lola hubiera podido decirte de qué corona tiesa venían los blancos encajes de aquel manto de corte. Nunca lo dijo.

Sé que cada mañana, nada más abrir su tienda, Lola cogía el ABC y me leía en su mostradorcito. Lo sé porque me dijo un día, Sevilla pura en su gracia: «Hijo, te tienen que temer más que a una espá esnúa». Yo ahora, con la espada desnuda de un San Fernando de bulto redondo que Lola le acaba de comprar a un marqués tieso y asfixiado, proclamo la verdad de la vida de una delicada mujer de seda, que se casó con el arte del percal del mejor capote que hubo nunca en Sevilla.

 

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