ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Aquel farol de Eduardo Osborne

No llevaba gorro rojo, como toda la vida, ni verde, como le han colocado ahora que ha ido al Incosol de los logotipos y ha perdido siete kilitos más. Hablo de Gambrinus. Gambrinus iba ayer de negro. Estaba de luto. Por un milagrito de San Eloy, patrón de los plateros, que estaba allí en su altar, vi a Gambrinus en la parroquia de Santa Cruz, diciendo adiós a Eduardo Osborne. Para Eduardo, Gambrinus era como de la familia: Osborne. Gambrinus se me antoja como un criado inglés harto de pintas de cerveza que se hubiera traído a Andalucía aquel Thomas Osborne Mann, joven hidalgo de Exeter que huyendo de la Gran Bretaña asolada por la guerra de los Siete Años se vino a hacer fortuna a la bahía de los vinos que citaba Shakespeare y se hizo bodeguero en El Puerto. Si sé esta historia que ahora evoco cuando despedimos a Eduardo Osborne en Santa Cruz y para acompañarlo cantamos un Salve Regina a su Virgen de Regla y a su Virgen de los Reyes, es porque él me la contó.

En 1904, Tomás Osborne y su hermano Roberto, herederos de aquel precursor de Exeter, fundan en La Cruz del Campo una fábrica de cerveza. Pero piensan que no se pueden mezclar vino con cerveza. Separan las empresas: Tomás Osborne, el bodeguero, se queda en El Puerto; Roberto Osborne, el abuelo de nuestro Eduardo, el cervecero, en Sevilla.

Toda esa Inglaterra hecha Andalucía era la que siempre vivió y sirvió Eduardo Osborne Ysasi. La gente creía que Eduardo Osborne era de Los Panaderos, era de la Sacramental del Sagrario, era de La Cruz del Campo. Yo sabía que era de Inglaterra hasta por su leve, elegante tartamudeo como de Oxford. Un inglés de Exeter transplantado al Arquillo de la Plata primero, a la calle Santa Teresa luego. Un señor. Nada menos que todo un señor. Por eso servía a las tradiciones de su empresa, de su familia o de su ciudad con esa elegancia, discreción, generosidad: le venía en la sangre inglesa. Conocía a Eduardo Osborne desde que los dos teníamos pantalón corto y cogíamos el autobús de Portaceli en el Hotel Cristina, donde lo llevaba una nany también como inglesa. Cuando a La Cruz del Campo llegaron los de Guinness, se encontrarían como en casa al tener a Eduardo como oficial de enlace con la familia Osborne. Con su apellido de dramaturgo británico, supo jugar la carta internacional del futuro para la vieja empresa familiar. Sin él no habría sido posible esa nueva Cruzcampo de Torreblanca que inauguraba el Rey cuando él, ay, hacía ya cinco años que estaba enfermo, cuidado por la diaria declaración de amor de Pachi, por sus hijos Eduardo y Pilar.

Yo sigo viendo a Eduardo en sus tradiciones de Sevilla, con su chaqué y su Sacramental del Sagrario, llevando en el Corpus un farol junto a la Custodia, año tras año. Las mañanas de Corpus, cuando llevaba aquel pesado farol, levantado a pulso, como un acólito el cirial, Eduardo levantaba su orgullo por Sevilla. Un jueves que en Sevilla era Corpus, los de la Guinness, horror, le pusieron un consejo de administración en Londres. Eduardo estaba enojadísimo. Le dijimos:

—Chiquillo, di a los ingleses que en Sevilla es Corpus, y que es una antigua tradición que un Osborne porte ese farol junto a la Custodia, que ellos, que son tan conservadores, seguro que comprenderán que faltes.

No faltó al consejo. Nunca faltaba a nada. El corazón partido de Eduardo se perdió aquel Corpus. En Londres, las campanadas del Big Ben le recordarían el pino mayor de la Giralda, anunciador de la salida de la Custodia. Ayer yo oí ese reloj inglés. Doblaba por Eduardo Osborne en Santa Cruz. Había una luz como de Corpus. La verdadera luz de la vida de todo un señor, al que sus amigos seguiremos viendo siempre con aquel farol, junto a la Custodia, tan inglés con su chaqué y con su orgullo por nuestras tradiciones y por la empresa de sus mayores.

 

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