ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El inventor del jugador número 12

Cuando daban las 10 de la noche en la vieja Redacción de ABC de Sevilla en Cardenal Ilundain, por la escalera se escuchaba una voz que venía cantiñeando por Caracol:

—¡Carcelero, carcelero!

Era José Antonio Blázquez, que llegaba a hacer la sección de Deportes, a aporrear crónicas de ensueño en el teclado de su Olivetti Lexicon 80. El Niño Blázquez, como le llamaba López Lozano, el director. Periodista de raza. De gancho. De tirón. Entraba Blázquez cada noche en la Redacción cantando porque cantiñeaba por Caracol mucho mejor que Caracol y hasta se le acabó pareciendo físicamente. Por eso, cuando Caracol se mató en un coche y Blázquez promovió su monumento en la Alameda, mejor modelo no pudo buscar el escultor Sebastián Santos. Blázquez, cargado de hombros y de admiración por Caracol, posó para el monumento y allí en el bronce de la Alameda sigue su cuerpo grande de gran periodista deportivo, con las manos tensas en el ayayay de la gracia flamenca y torera que le chorreaba escribiendo.

A Blázquez le venía el periodismo de cuna. Su padre hacía colaboraciones de deportes en el diario «Sevilla». Quizá de ahí lo de Niño Blázquez, porque José Antonio, cuando llegó al periodismo, era el niño de Blázquez el del «Sevilla». Y allí empezó como periodista autodidacta, en el vespertino del Movimiento, que estaba en la calle Santander, junto a la Casa de la Moneda. De donde no recuerdo bien si don Guillermo Luca de Tena o López Lozano, o los dos de consuno, viendo cómo escribía, con qué garbo, con qué garra, lo ficharon como redactor deportivo de ABC.

Blázquez había querido ser torero. Formó cuadrilla de aficionados con Luis, el hijo de Blas Infante, cuando nadie sabía quién era Don Blas, y con el hijo de Juan Beneyto, director de la Escuela de Periodismo. De aquella afición le quedó el arte de sus dibujos taurinos, con el que quitó muchas hambres de su casa, pintando coloristas escenas de toreros en monederos y billeteros de piel para Casa Rubio. Unos dibujos a lo Roberto Domingo maravillosos, de los que hay enmarcada una curiosa colección en la cafetería de Las Alemanas, en Matalascañas, cerca de los apartamentos de la Prensa, donde veraneaba con sus siete mil niños, de modo que cuando Santi, el grabador de El Oasis, los veía a todos en la piscina con Maribel su mujer, pegaba el plumazo y les decía:

—¿Pero esto qué es, José Antonio? ¿Una familia o «Escuela de Sirenas»?

Y de cante, ni te cuento. Sabía de cante lo que no hay en los escritos. Sus crónicas de los festivales del verano andaluz son una apasionada defensa de su visión caracolera del cante, frente a la dictadura del mairenismo de aquellos años.

Y como Sevilla en el poema de Manuel Machado...y el fútbol. Sus personalísimas, magistrales crónicas deportivas están pidiendo una antología. Manejaba el lenguaje como nadie. Y de técnica, tela. Sabía ver los partidos como pocos. Blázquez los escribía mejor de lo que habían sido. Sobre todo si se trataba de su Sevilla de su alma. O de su Recre de Huelva, donde con su compadre Martín Berrocal inventó el Colombino en el verano andaluz de los trofeos. Más sevillista que los arzobispos del escudo, era un maestro calentando taquilla para su club. Con dos crónicas era capaz de llenar el Pizjuán aunque fuera frente al Indauchu. Así se explica que inventara lo del Jugador Número 12, como llamó a la afición de Sevilla para calentar taquilla a la selección española en el partido contra Irlanda, en marzo de 1964. En el azulejo que en el Sánchez Pizjuán recuerda la invención, falta el nombre de su autor: José Antonio Blázquez. Quede compensado ahora el olvido con el premio periodístico con el que el club decano honrará para siempre la memoria del genial Niño Blázquez.

Azulejo conmemorativo en el estadio Sánchez Pizjuan

 
"El jugador número 12: su historia", por Julio Dominguez Arjona
 

 

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