ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Sevilla, invadida por los piratas

Junto al Puente de los Remedios, aguas abajo del Guadalquivir, suele estar atracada algunas veces la nao «Victoria», para solaz de los niños, cuando sus padres los llevan de paseo por la orilla del río que llaman Puerto Delicias, y donde hay hasta una terminal de cruceros turísticos. Dentro de Isla Mágica, en lo que fue Lago de España en la Exposición del 92, hay también unos viejos galeones reconstruidos, que simulan estar atracados en un Puerto de la Indias de cartón piedra, con garitas y baluartes más falsos que algunas facturas municipales.

Y tanto los niños que pasean con sus padres por Las Delicias al ver la nao «Victoria» como los que llevan a Isla Mágica a echar el día o a celebrar el cumple de un amiguito con la pandi del cole, al contemplar los galeones de mentirijillas, exclaman, entusiasmados:

—¡Mira, papá, el barco de los piratas!

A mí en Sevilla, en estos días de las calores, me pasa exactamente lo mismo que a esos niños de Las Delicias o de Isla Mágica, pero al revés. Cuando voy por la calle y me veo llegar las hordas de niñatos con pendiente en la oreja, cogote rapado al cero, tatuajes en los brazos que dejan ver las camisetas de tirantas, y, sobre todo, pantalones ni cortos ni largos sino todo lo contrario, de los que llaman «piratas», exclamo, nada entusiasmado, deprimido por esta ola de gente fea, guarra y zarrapastrosa que invade Sevilla:

—¡Mira, Isabel, los piratas sin barco!

¿De dónde salen tantos piratas sin barco, tanto niñato horroroso, incluso tanto señor ya talludete y barrigoncete, con sus pantalones piratas? ¿De qué Isla del Tesoro vienen de buscar el cofre de las monedas de oro? ¿Dónde estará el capitán que manda a esta partida, que seguro que tiene un garfio en la mano que le falta? ¿Es que no hay forma de ir por Sevilla sin pantalones de piratas, de los que antes llamaban «de ir a coger ranas»? Vienen los piratas sin barco como la de las sardinas frescas que marchaba desde Santurce a Bilbao: con la falda remangada, luciendo la pantorrilla. Pero mientras la muchacha de las sardinas tendría unas pantorrillas dignas de contemplación, estos puñeteros piratas tienen unas pantorrillas peludas que mejor que se las tapen.

¿Y las chanclas? ¿Y el concierto de chanclas, flop, flop, como mulatonas cubanas en su baile habanero, que vienen dando con las chanclas, que por lo visto son obligatorias con los pantalones piratas?

—Pues después de todo, mira, hijo, mejor estos zaparrastrosos niñatos de los pantalones piratas que los tíos como castillos en pantalón corto. A los pantalones cortos les dicen «bermudas» para que no se les caiga la cara de vergüenza si se miran en un espejo. ¿Tú has visto que ya todo el mundo va vestido en Sevilla como si estuviera en la playa?

A lo mejor estamos en la playa y no nos hemos enterado. Ahora que lo dice este lector del diálogo imaginado, ¿no tienen acaso algo de terrazas del paseo marítimo los veladores de la Avenida o de la Plaza de San Francisco, con sus sombrillas? Las mesas de paella y sangría de los turistas de la Cuesta del Bacalao, ¿no tienen algo de Torremolinos o de La Carihuela?

En el desaliño indumentario progresivo, camino vamos de que alguien tenga que poner pie en pared, como en Barcelona los hosteleros quieren prohibir que las chavalas vayan en biquini por las Ramblas. Ojalá aquí hubiera al menos chavalas en biquini, que siempre tienen un agradable mirar. Vamos, que yo cambiaba una chavala en biquini por cada treinta tíos horrorosos en pantalones piratas, pegando gritos y echando una peste a sudorina que te tira de espaldas.

 

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