ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Jazmines para una crisis

Hacía siglos que no los veía. En Sevilla somos tan exagerados que cuando decimos que hace siglos de algo, la mayoría de las veces no llega a un lustro. Pero esta vez sí hacía más de un lustro. Como diez años. O más. Hacía siglos según este generoso almanaque sevillano que no veía vender jazmines por la calle. Que no escuchaba pregonarlos en el anochecer del verano. O mejor, pregonarse ellos mismos, con su fragancia, con su blancor. Si el buen paño se vende en el arca, los hermosos jazmines se venden solos en las bandejas en que los llevan de mesa en mesa estos hombres que a la noche pasan entre los veladores donde estamos tomándonos una cervecita, al fresco, al sonido de los primeros grillos, en la oscuridad que se resiste a venir, perezosa de estos días más largos del año, en que el sol, por la parte de Huelva, es como el último bañista que se queda solitario en la orilla del mar. ¿Cuánto hacía que no escuchabas la palabra "jazmín" en un pregón? Toda una infancia. Los recuerdas en aquella ciudad de tranvías, riadas, hambres y soldados paseando por el Cristina, trajinando criadas.. La caída de la tarde era anunciada por los niños de los jazmines, que llegaban al centro desde los barrios, reguinchados en los topes y estribos del tranvía para no pagar los dos reales del billete. Se llenaban de pregones de jazmines las esquinas, las terrazas de los bares, las calles en las que descorrían ya las velas para que entrara el frescor de la noche:
-- ¡Niña, los jazmines! ¡Qué bien huelen los jazmines!
Los pregones tenían algo de canon de la misa, de roja rúbrica de lo inalterable en el tiempo. Año a año, sonaban los mismos pregones de los jazmines. Los niños que los pregonaban eran quizá otros, pero era la misma su voz, las mismas sus palabras, la cadenciosa música de su semitonado:
-- ¡Niña, los jazmines! ¡Qué bien huelen los jazmines!
Estaba la otra noche sentado en mi terraza preferida del verano, ante la gloria elemental de los tomates con sal, y lo mismo que salta la sorpresa del frescor de la marea que sube por el río desde Sanlúcar como un galeón antiguo, vino la vieja novedad del vendedor de jazmines ofreciéndolos entre las mesas. Viejas novedades: siempre el retorno de lo vivo lejano. Los jazmines venían sin pregón cantado. No traían más pregón que la delicia de su olor. Delicias viejas del olor de los jazmines. No los vendía un niño. Era un hombre treintón. Con esa cara de desesperación que da el paro y con esos ojos de esperanza que ponen las ganas de luchar para salir de la adversidad. Este hombre, de mesa en mesa, no pregonaba sus jazmines, sino que los ofrecía en una bandeja. Como aquellas bandejas de los niños jazmineros que llegaban al centro desde todos los tranvías de los barrios. Sobre la bandeja de las moñas perfectamente engarzadas, como entonces, el precio puesto a boli sobre un trozo de cartón: "0,50". Si cambiamos céntimos de euro por céntimos de peseta, la memoria nos dice que el precio de la moña de jazmines ha resistido al tiempo. Dos reales de la real memoria de Sevilla.
Y se va el hombre de los jazmines, y nos quedamos mirando la perfección de la moña que han comprado para todas las señoras. Igual que siempre: su alambre negruzco en el que se ensartan los tallos de las flores, retorcido en su final, con un cartoncito para que los jazmines no se salgan. Perfecto. ¿Quién ha enseñado a este hombre a engarzar perlas vegetales en las moñas de jazmines, como las haría su madre, como las hizo su abuela? Pues quizá quien que se lo enseñó a este otro vendedor que ahora llega. Otro vendedor de jazmines, con otra bandeja, con los mismos olores de las moñas perfectas y antiguas. Otro hombre que lucha contra el paro vendiendo jazmines. La crisis ha hecho que vuelvan las ilustres, antiguas y fervorosas moñas de jazmines.

 

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