En esta España a la que siempre hay que dar rabitos de pasas, convendría aplicar la Memoria Histórica dichosa a tiempos más recientes. Por ejemplo, a aquellos en que gobernaba Felipe González, cuando decía aquello de:

—¿A que os echo a Guerra?

¡Chucho con ellos!, parecía querer decir. Conviene tener memoria reciente, porque si comparamos su sentido de Estado con Zapatero, Felipe González nos parece ahora de Sir Winston Churchill para arriba. Las vueltas que da vida. ¿Quién nos iba a decir entonces, cuando Filesa, Malesa y los que se llevaron hasta la mesa, que habría de llegar un tiempo en que echaríamos de menos a Felipe González?

En una campaña electoral de aquellos años triunfales, llegó Felipe González a dar un mitin a un pueblo andaluz. Se acababa de inaugurar el último tramo de la Autovía del Mediterráneo y aquel hombre al que le cabía el Estado no en la cabeza como a Fraga, sino en la agenda de trabajo y en los objetivos de su Gobierno, dijo demagógicamente:

—Gracias a que hemos terminado esa autovía, ya se puede ir desde Algeciras hasta la frontera francesa sin tener que detenerse en un solo semáforo.

Y saltó uno del público, con la gracia de la tierra:

—Eso, eso, y los negros que venden pañuelitos de papel en los semáforos, que se joan...

Me ha acordado de esta reciente memoria histórica porque no sé en otras partes, pero en Sevilla hay un negro vendiendo pañuelos en cada semáforo. Bueno, no un negro, no vayamos a tenerla: un señor oscurito, un subsahariano. No habré que decir como el difunto Jesús Gil, que lo acusaron de racismo porque dijo que no sé qué futbolista de su Atlético de Madrid era negro, y se justificó diciendo:

—Yo lo he visto en calzonas en el vestuario. Y si este hombre tiene la cara negra, y los brazos negros, y la espalda negra, y el pecho negro, y las piernas negras, ¿por qué no voy a poder decir que es negro?

No sé si será la crisis de la construcción; no sé si esta catastrófica campaña del verdeo de la aceituna que no necesita mano de obra alguna; no sé si será la fresa; pero el caso es que yo no he visto tanta negritud semafórica como en estos días. Vuelve aquel apunte cromático de hace años, que decía: «Los semáforos tienen cuatro colores. Rojo, ámbar, verde... y el negro que está al lado vendiendo pañuelitos de papel».

Y añado, como un homenaje a estos desterrados hijos de las Vírgenes negras que la leyenda trajo de África a nuestros pueblos: y una sonrisa. Digo mal si escribo que en cada semáforo hay un negro vendiendo pañuelos. No. En cada semáforo hay un inmigrante en el umbral de la indigencia que a pesar de su situación de extrema pobreza no se le cae nunca la sonrisa de la boca. De la blanca boca que te hace recordar una escena de «El cantor de jazz». En cada semáforo de una ciudad cejijunta y avinagrada, eternamente mosqueada por las obras del Plan E, por el desastre en que la están sumiendo sus regidores, hay una sonrisa. La sonrisa de un inmigrante africano. Venden pañuelos de papel, por lo que quieras darles. Pero sin pedirte nada a cambio, te regalan una sonrisa. ¿Quién le ha visto poner una mala cara cuando le dices que no, que no le compras nada, a ese hombre sonriente que con un andar de armónico compás se te acerca a la ventanilla con su paquetito de pañuelos de papel? ¿Se imaginan que fueran españoles? Les dirías que no, que no quieres pañuelos, y te contestarían: «Tus muertos, so cabrón, así te mates con el coche». Y te rayarían luego la pintura de la carrocería, pasando la mano tonta con una llave, así como quien no quiere la cosa. Benditos negros del semáforo, que nos vendéis un bien tan escaso como una sonrisa. A cambio de nada. A cambio de un «no».