ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Hoy muere dos veces el sol en Cádiz

LOS hoteles forman parte de la vida y de la historia de una ciudad. No se puede comprender a Madrid sin el Palace, ni a Sevilla sin el Alfonso XIII, ni a Barcelona sin el Ritz. Estás en ellos y te parece que de un momento a otro te va a aparecer por un alfombrado pasillo un trozo de historia. Siempre que entro en el bar del Palace de Madrid me parece que Julio Camba va a estar en la mesa de un rincón, terminando el artículo que va a venir a recogerle un cuartillero de ABC. Por los pasillos del Ritz de Barcelona pienso que va a aparecer Salvador Dalí acompañado del abrigo de piel de tigre de un travestón que lleva como hermosa hembra.

Hoy se le muere a Cádiz un trozo de sus tres mil años de historia, mirando al mar del bicentenario de La Pepa. Esta tarde será la última vez que el sol poniente de La Caleta se refleje sobre los cristales de las ocupadas habitaciones de un parador nacional que era parte de la Cuna de la Libertad. Hoy cierra el Hotel Atlántico, que será derribado para levantar sobre su solar lo que ahora llaman, qué horror de palabra, un «resort», que se alzará entre el castillo de Santa Catalina y el rediente de la Caletilla de Rota, frente a la más hermosa puesta de sol del orbe católico.

Para muchos gaditanos de nación o adopción será el nuevo Atlántico el tercer edificio que conozcamos con este nombre. Por cada mil años de historia, Cádiz edifica un nuevo Hotel Atlántico. Esa maravilla a la vera de la mar caletera fue levantada por Alfonso XIII, que lo inauguró en persona, ocasión en la que él mejor que nadie pudo comprobar que en la Caleta viven como reinas las mojarritas. El viejo Hotel Atlántico, entre blanca tarta de bodas y pabellón morisco de la Exposición Iberoamericana, era el símbolo de un Cádiz que acababa de perder Cuba y Puerto Rico como al que se le muere alguien de la familia y que buscaba nuevos horizontes como gran playa del Sur, como puerto pujante, como astillero. El Hotel Atlántico fue una de las grandes obras de don Ramón de Carranza, el alcalde con nombre de puente que le dio a Cádiz un hijo también alcalde, éste con nombre de estadio: don José León Carranza. Era un Hotel Atlántico de bailes benéficos y tés danzantes donde las hijas de los consignatarios se echaban un novio guardamarina. Un hotel para que Manolete saliera vestido de torero camino de la plaza donde el levante era un cinqueño en puntas.

Aquel hotel fue derribado incomprensiblemente en los años 70 del siglo XX y dio paso a un nuevo edificio, en la estética del desarrollismo, que mantenía lo fundamental: la impagable cercanía de la mar. Fue el Hotel Atlántico del Cádiz del alcalde Carranza que levantaba el Puente Carranza y que cada verano organizaba su Trofeo Carranza, ¿será por Carranza?, que soñaba con el gran muelle de contenedores, con la industrialización de la bahía. Fue luego el Hotel Atlántico del advenimiento de la democracia, aquel sueño del grupo «Drago», nombre que los eternos liberales de Cádiz le habían puesto a la libertad.

Pasé felices horas en ese hotel, al que tuve como mi casa gaditana, con la ventaja de que no había que pagar gastos de comunidad. De allí un día salió Rafael Alberti disfrazado de sí mismo, de marinero en tierra, para dar el pregón del Carnaval ante la casa de un don José María Pemán que salió a saludarle, en un abrazo para la historia, con el que a los santos patronos San Servando y San Germán se añadieron los laicos San Alberti y San Pemán. Hoy cierran para siempre aquellas habitaciones con nombre de remolcador del Dique, «R-1» o «R-2», que tantas veces vieron salir a Don Juan de Borbón y a Don Juan Carlos en uniforme de almirante, camino del «Juan Sebastián Elcano». Hoy muere dos veces el sol en la Caleta. Esperando la tercera resurrección del viejo Hotel Atlántico, con una telefonista de toda la vida que por la mañana, al descolgar el teléfono desde la centralita, te diga como una doncella de casa bien en la que estuvieras de invitado: «¿El mismo desayuno de siempre, don Antonio?»

 

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