A los articulistas nos pasa por estas fechas como a los toreros el 15 de agosto. Quien el día de la Virgen de Agosto no se viste de luces, ni es torero ni es nada, mejor que se vaya a su casa para siempre. Y nosotros, igual. Quien por estas fechas no escriba de los crisantemos, de los cementerios de pueblo, de las costeadísimas tumbas de la raza calé que ya copan las millas de oro de los camposantos; quien por estas fechas no hable del Tenorio o del Jalogüín que te vi, ni es articulista ni es nada. Como los toreros cesantes del 15 de agosto, mejor que se vaya a su casa.

Y para que no me vaya a la mía, vienen de ella en auxilio y en tropel mis tres queridos gatos, mis amos y señores los gatos, Remo, Rómulo y Romano, que ya van buscando los más calentitos lugares de la casa como hasta antier mismo encontraban las cotas mejor enfiladas por la artillería fresquita del aire acondicionado. Remo, decano de los gatos de casa, se me planta como cada mañana en la mesa del desayuno mientras leo los periódicos, y me hace reparar en varias crónicas y fotografías que destacan como curiosidad algo muy habitual: sus colegas los gatos de los cementerios. Hay cementerios donde hay más gatos que cipreses. La magia llama a la magia. La tranquilidad de la belleza llama a la belleza de la tranquilidad del lomo de un gato que dormita sobre el mármol de una tumba al sol de otoño. Gatos callejeros que encontraron su modo de vida en la Vía de la Verdad que es siempre la Ciudad de la Muerte. Tanta vida gatuna junto a tanta muerte humana es como una meditación barroca, como un soneto de Quevedo, como un cuadro de Valdés Leal.

Veo los gatos de los cementerios en el Día de los Difuntos y me acuerdo ahora de los que están o estaban en el camposanto de Vélez Málaga. Allí está enterrada la gran gatera María Zambrano, que huyó de la Italia de Mussolini y se fue a Suiza tras denunciarla un vecino fascistón porque tenía muchos gatos en su piso. María Zambrano cogió su libertad y sus gatos y se marchó donde pudiesen ser venerados estos peludos dioses domésticos. Y cuando murió, quiso que le enterrasen en Vélez. Allí está su tumba. Sobre la que mágicamente nunca faltan los gatos, como un homenaje perpetuo a quien los cuidó y los amó. El cementerio de Vélez Málaga es grande, los gatos podían estar en muchos rincones, pero andan todos precisamente sobre el mármol funeral de la filósofa. Son como un epitafio viviente, como la filacteria de una corona fúnebre cuyas flores nunca se marchitan: «Tus gatos no te olvidan».

Miro las fotos de los gatos en los cementerios, las referencias literarias que dos ilustres Pacos (Robles y Correal) hacen en sus crónicas, y me pregunto por qué en los cementerios no hay perros, sólo gatos. ¿No dicen que el perro es el mejor amigo del hombre, el animal más fiel y leal? ¿Por qué entonces lo abandona tras la muerte, y nadie ha visto nunca a un perro fiel como el famoso Canelo de Cádiz, que siga esperando la vuelta de su amo a pie de tumba del cementerio?

Los gatos de los cementerios son relaciones públicas de su especie, dircoms de la gatunidad, que desmienten su fama de huraños y ariscos. Expertos en las reencarnaciones y en las siete vidas, los gatos están en los cementerios para no dejar solos en el más allá a quienes los tenían a su lado, en casa, en el más acá. Muchos quizá sean inmediatas reencarnaciones de gateros difuntos, a pie de obra, a pie de tumba. Dormitan los gatos sobre el mármol funerario y en sus cerrados ojos, y en la placidez de su quieta cola hay algo de imagen del sueño eterno.

Gatos de los cementerios, gatos del paraíso. Porque los que creemos en Dios y en los gatos estamos convencidos de que en el paraíso tiene que haber gatos. Un paraíso sin gatos ni es paraíso ni es nada.