ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Gorigoris por una amotillo

Hay una Sevilla que se nos va muriendo o que la van matando, y, con ella, unos personajes que se nos van. Esa Sevilla no es un invento nuestro. En un invento colectivo. No hago más que ponerme en la cola de sus inventores literarios y preguntar quién da la vez. A mí me la dieron muchos que hicieron esto antes, y sin los que no se comprende lo que hacemos otros ahora: inventarnos Sevilla. Un bendito embuste, como me dice Julio Domínguez Arjona cuando me tira de la chaqueta para que me vaya al tendido 1, donde hay paladar, me eche la muleta a la izquierda, baje la mano y teclee una gloriosa mentira de la Vieja Dama con jacarandas, vencejos y carráncanos.

Entre todos nos inventamos este gozoso embuste que es Sevilla y, para darle más verismo, sus personajes. A mí se me acaba de morir uno de estos personajes, un glorioso cateto. Sí, porque los catetos son como los misterios del santo rosario: los hay gozosos, dolorosos y gloriosos. Y Miguel Manaute era un cateto glorioso. Un cateto de Arahal que no engañaba a nadie, que conservaba su cara de hombre de pueblo, su planta de hombre de pueblo, el saber elemental y profundo del campo, que es la cultura que entra por la planta de los pies cuando se está pegando escardillazos o cogiendo algodón. A Manaute lo hizo Escuredo consejero de Agricultura y no por eso se le cayeron los anillos del campo y del pueblo. El señor consejero de Agricultura, vestido de traje y corbata, tenía mucha más pinta de hombre de campo, y a mucha honra. Encorbatado y trajeado, Manaute era como el cateto que se pone sus mejores galas para la procesión de la Patrona o para hacerse la foto del carné de familia numerosa: «Opá, paéje que vá ja Güerva».

Era pejugalero de gorrilla y amotillo, y así lo retraté. Y así se ha quedado para la pequeña historia andaluza. Leo los obituarios elogiosos, el de Alvaro Ybarra, el de Francisco Robles, el de Luis Carlos Peris, el de Ignacio Martínez, y en todos sale Manaute montado en su amotillo de venir del campo de echar una peoná, amotillo de madrugón con el gusanillo matado con una copa de aguardiente, amotillo de llevar en el transportín la cesta del almuerzo amarrada con tomiza. Me acuso, padre Hércules del escudo de Andalucía, que yo fui el que montó a Manaute en su famosa amotillo. La amotillo que nunca existió. Fue cuando Escuredo se tiró sin paracaídas en Ronda. En vez de tirarse por el Tajo, se tiró por el siglo XIX. Y como en un empacho del libro de las agitaciones campesinas de Juan Díaz del Moral, anunció la reforma agraria. Pressssioso. Andalucía hacía la reforma agraria cuando Europa preparaba la PAC. La revolución pendiente, vamos, como los falangistas de Girón de Velasco. Llenaron Andalucía de pomposos carteles: «Comarca de Reforma Agraria». Con el libro de Pascual Carrión en la mano, hasta se inventaron nobles a los que expropiar latifundios, como las pintorescas Marquesas de Cauche. Todos aquellos caminos absurdos y extemporáneos eran los que iba recorriendo Manaute en su célebre amotillo. En el transportín, con la tomiza de la cesta del almuerzo, había amarrado ahora un ordenador para ver la producción por hectárea y que se les cayera el pelo a los señoritos.

Manaute me recordaba tela a su casi homónimo Manili el torero. ¿Quién era más feo y quién tenía más cara de cateto, Manili o Manaute? No, lo más feo y cateto era emperrarse en una reforma agraria del XIX a finales del siglo XX. Manaute cargó con el mochuelo, pero el responsable era Escuredo. Manaute era el jornalero estampillado de consejero de Agricultura que no había soltado ni el pelo de la dehesa ni la amotillo. La amotillo que nunca existió. Como por fortuna tampoco existió nunca la reforma agraria de la amotillo, más que en los carteles. Fue un rentoy chulesco del señorito Escuredo cuyas bofetadas se llevó el pobre jornalero Manaute. El de la única amotillo del mundo a la que le han escrito varios gorigoris.

 

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