ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


No digas que te lo he dicho yo

¿Hay más miedo cada vez o me parece a mí que lo hay? ¿O es que como soy tan insensato, imprudente y temerario cada vez tengo menos miedo? Miedo a dar la cara sí que lo hay. En Sevilla está pasando como cuando veíamos torear a Diego Puerta, que nos daba miedo su valentía. En Sevilla los toreros valientes no causan admiración como en otras partes, sino miedo. Nos gustan los toreros de arte porque no disimulan el miedo, nos hacen sentirnos como ellos, héroes que evidencian allí abajo en el ruedo el mismo miedo que tendríamos nosotros. Con Jesús Navas no nos sentimos iguales, porque somos incapaces de correr de esa manera por la banda, vamos, ni aunque sea para coger un autobús que se nos escapa, ya se sabe la máxima de Rogelio el del Betis: «Yo no corro, mister, porque correr es de cobardes». Nos sentimos más cercanos a los Rogelios, a los que no corren. O a los toreros que no disimulan su miedo.

Digo esto porque la otra tarde, en El Rastrillo, mientras rendíamos justo homenaje a Ángel y Rafael Peralta (que ojalá fuese como un pago a cuenta de la Medalla de las Bellas Artes que les debe el Reino de España), se me acercó un empresario sevillano a quien admiro por su dedicación, su trabajo diario, sus ganas de superación, su entrega al negocio que recibió de sus mayores y engrandeció, y me dijo con la sonrisa en los labios, pero con un tono de preocupación grande:

—Le leo todos los días, y no voy a repetir el tópico de su artículo y las esquelas que todo el mundo le dice. En cuanto cojo el ABC de la suscripción debajo de la puerta, me leo su artículo y después me gusta comentarlo con Rocío en el desayuno. Y muchos días le digo: «Este hombre me da miedo por las cosas que se atreve a decir». Y lo mismo le digo ahora, Burgos. Tenía muchas ganas de comentárselo, y perdone que me atreva a decírselo, en la vieja confianza que tenemos y en la admiración que le profeso. Me da usted miedo. ¡Tenga usted cuidado! Aunque, claro, usted lleva mucho tiempo en esto y mejor que nadie sabe cómo decir las cosas y hasta dónde puede llegar, para que no le den una tarascada. Pero como le admiro tanto se lo digo: me da usted miedo...

¿Pues sabe usted lo que le digo, querido y admirado Rafael? Que a mí lo único que me da miedo es que en Sevilla haya este miedo. Este miedo antiguo. Me da pánico que en esto que dicen que es una democracia hayamos vuelto a tener el mismo miedo de la dictadura. Eso es lo que me horroriza. Este silencio colectivo del canguelo, hasta las trancas, que es el caldo de cultivo para mi recurrente No Passsa Nada. ¿Le parece a usted poco, Rafael, que con la de cosas que están pasando nunca pase nada, más que la vuelta de este viejo miedo, de este pánico ante los que no es que tengamos valor, es que no hemos perdido todavía la vergüenza, y nos hemos comprado nuestra propia independencia como otros se compraron un chalé en la playa? Sí, ya sé, tal como están las cosas, la libertad es un lujo. Eso es lo que me da miedo. Que la libertad sea un lujo que sólo pueden permitirse los que no tienen a una niña colocada en la Junta; los que no tienen a su mujer enchufada en una empresa pública; los que no tienen una empresa que contrate con el Ayuntamiento; los que no viven de poner la mano en esta España subvencionada, en esta Andalucía subvencionada, en esta Sevilla subvencionada.

Esto es lo que me da miedo, Rafael, que lo que usted me dijo la otra tarde en El Rastrillo me recordara tanto lo que me repetía siempre mi madre la zapatera:

—Tú, hijo mío, no te signifiques.

Aquello me lo decía mi madre en plena dictadura, y usted, querido Rafael, me ha hecho esas cariñosas preguntas del canguelo en plena democracia. Eso es lo que me da miedo. Y que al final, encima, cuando te comentan algo, te suelten con tono de espanto y cogiéndote el antebrazo, como agarrándote la pluma: «Pero, por Dios, no lo vayas a poner en el periódico. Y si lo pones, no digas que te lo he dicho yo».

 

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