ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Verdina en la Catedral

Canta la vieja copla que la luna es una mujer. Como la Catedral. Como Sevilla, vieja dama. Como la luz del atardecer de mayo. Como la luz de un Angelus de otoño sobre las viejas esquinas de Matacanónigos, sobre la crestería en llamas de piedra del Sagrario, sobre el solitario santo de la Puerta de San Cristóbal que por el verano está allí como vendiendo abanicos a los turistas que hacen cola para sacar la entrada.

Sí, decididamente. La Catedral es una mujer. Gran señora de la que todos los sevillanos estamos medios enamoriscados. Tienen algo de Don Juan y Doña Inés estos amoríos de los sevillanos con la Catedral. Estar enamorado de una mujer consagrada a Dios tiene el morbo de lo vedado, manzana de oro del paraíso, como aquellas áureas esferas que los moros colocaron en lo más alto del alminar y que bajaron cuando fue santificado con el bronce de las primeras campanas y convertido a su fe verdadera de torre mayor.

A esa gran señora de Sevilla, a la Catedral, la llevaron a la dermoestética para arreglarle la cara, para engañar al tiempo y quitarle años de encima, con lo guapa que estaba con las huellas de los días sobre su piel de piedra. Ella, coqueta, se dejó hacer. Le quitaron las grietas de sus arrugas, le limpiaron el cutis arenisco de piedra de las canteras del Puerto de Santa María. La pusieron de dulce. Estrictamente de dulce. Demasiado de dulce. Empalagosamente blanca. Como una tarta, a la que sólo faltaban las velitas, o las velas del Corpus mismo, con la Custodia saliendo por la Puerta de San Miguel y trasminando el romero los acordes de la Marcha Real y el pino mayor de primera clase en la Giralda.

Desde la esquina donde naciste, en Bayona con Gradas, frente al Sagrario y a la cervantina posada de Tomás Pérez, mirabas a esa mujer y, picarona, te guiñaba el ojo. El Polifemo inmenso de la vidriera del rosetón grande de la Puerta de la Asunción. La hermosa señora de piedra que te vio nacer y que te tuvo en sus brazos en esos altos balcones en tardes de vencejos y amaneceres de Esperanza de Triana, te guiñaba ese ojo del rosetón y te decía su canción, a ti que con ella vas embarcado hace tantos años en su galeón de piedra y sueño:

—¿A que sí? ¿A que me han quitado demasiados años de encima? Yo tan blanca nunca he estado. Ni que me fuera a casar, hijo: «blanca y radiante va la novia»... Y tú sabes que siempre seré viuda. Nunca me olvidaré de los difuntos calonges que loquitos se volvieron por mí y por loquitos los tomaron cuando me dieron por arras y dote a Sevilla. ¿A que es verdad lo que me dice la Santa Juana, aunque falsa y tornadiza como veleta que es, que yo no la tomo nunca muy en cuenta? Me dice la Santa Juana, y ahí lleva razón: «Hija, se les ha ido la mano y se han pasado contigo. Te han puesto de blanca que pareces una bizcotela de Alcalá. Tú nunca has estado así ni has sido así. Te han disfrazado de Duomo de Milán, que es un italiano con mucho malage y no una sevillana con gracia como tú»...

Pero como el tiempo también pinta, y también pone hermosas en su madurez a las mujeres, este largo invierno de temporales ha puesto fin a los desmesurados afeites de la vieja señora catedralicia. Me pongo en esa esquina y miro al bajante de la Catedral. El famoso bajante de la Catedral. El que llora a canales por su gargolón junto a la Puerta del Baptisterio. Y el invierno, solo, con ese bajante como pincel del tiempo, ha pintado otra vez las pátinas en la piedra. La verdina ha vuelto a enseñar su escritura de propiedad en los muros catedralicios. Sobre pilares y arbotantes, sobre agujas y sillares, proclama ya la primavera con un verde que espera al blanco del azahar en el Patio de los Naranjos. Ahora es cuando, sin afeites, con la cara lavada por el invierno, la Catedral vuelve a su belleza de siempre. La verdina la ha sacado del escaparate de la confitería. Ya es ella otra vez. Esta hermosa mujer de piedra vuelve a su edad. Otra vez tiene las ojeras voluptuosas y pecadoras de la verdina.

 

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