Nadie sabe los siglos que caben en la memoria virgen de un niño, lo lentos que transcurren los años en la verdadera patria de la infancia. A nosotros nos parece que fue anoche mismo cuando vimos pasar al nazareno de La Soledad que siempre nos da el mismo caramelo de piñones que el año pasado, el mismo que si Dios quiere nos dará el año venidero, y es tal la velocidad que los años llevan que pensamos que mañana va a ser cuando por vez primera ese certísimo amigo se va a inventar el que para nosotros es ya rito, bendición de los cielos que perdimos con el poeta que vestía esta misma túnica blanca y negra, ajedrez del jaque mate que los días dan a la Semana Santa en el tablero de la plaza de San Lorenzo.

Para la niña todo es distinto. Hace tanto que pasó todo aquello, que ahora que vuelve a tener en sus manos la bola de cera del año pasado, ni se acuerda de las ilusiones que gotearon sobre su esfera caliente con mil colores de cirios.

Fue ese Sábado Santo del año pasado. Qué cara de penita puso cuando por las sillas de la carrera oficial terminó de pasar La Soledad y la abuela le dijo:

—Ea, pues ya hasta el año que viene no hay más nazarenos para pedirles cera.

—¿Y cuándo es el año que viene, abuela? ¿Tienen que pasar muchos cumples?

—Un cumple solamente, bonita, ya mismo va a estar aquí La Borriquita otra vez.

Y mientras le ponía el abriguito para el relente de la noche, entre el crótalo ritual del sonido de las sillas que cerraban como para siempre, la abuela dijo a la niña:

—Anda, dame la bola de cera, que te la voy a guardar para el año que viene.

—No, abuela, me la guardas cuando lleguemos a tu casa, porque a lo mejor nos encontramos otra cofradía por la calle y podemos pedir más cera a los nazarenos. Y para el cumple también la quiero tener.

—¿Cómo para el cumple?

—Sí, que cuando sea mi cumple y me pongan las velas, también puedo coger cera, ¿a que sí, abuela?

Verdad, hija: has dicho toda la verdad del tiempo que para ti pasa tan lento como el agua del río bajo el puente y que para mí es ya como el borbotón del surtidor que fugaz cae en la fuente. Has dicho la verdad, con la ilusión del tiempo apresado en la cera de tu bola multicolor, donde van los cirios de La Borriquita, y los de San Roque, y los de Las Cigarreras, y los de San Bernardo, y hasta aquel difícil moco de un cirio de Los Estudiantes que en la parada de un tramo le tomaste a aquel hombre de luz de la que entre sus manos portaba, que tú ya sabes distinguir solita a tus pocos años los cánones de la ciudad de tus sueños de niña: «Los nazarenos de negro son de silencio, y no dan ni cera para la bola ni caramelos para ti y para tu hermano, y los nazarenos de capa, los de colores, como los que me trajo mi tío de la confitería, ésos sí que son taco chulis, son unos nazarenos guais, que dan cera para la bola, y caramelos, y estampitas, y medallas». Menuda colección tienes en tu cuarto, junto a la bolsa con los caramelos y chuches que juntaste en la Cabalgata.

Has dicho toda la verdad, hija. Esta bola de cera le pone luz de Sevilla, luz de siempre, a las velas de tus años. Esta Semana Santa tu bola cumplirá tres años menos que tú. Casi tenéis las dos la misma edad, redondeada por este almanaque de cera que es como una imagen del mundo, con paralelos de rojo sacramental y meridianos color tiniebla. Por eso, hija, perdona que me haya emocionado cuando has venido a casa, he sacado del armario la bola de cera que te guardé, te la he dado, y al tenerla entre tus manos me has dicho como tu madre me decía: «Vámonos ya a ver los nazarenos y a pedir cera, verás lo grande que se va a poner la bola». Goza de la cera y de la luz, hija, ahora que nadie sabe la de siglos de cofradías que caben en tu intacta memoria de niña.