ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Amapolas para Martín y Paulino

En esta civilización urbana donde estamos no instalados, sino repachingados, muchos se creen que el campo es lo que se recalifica para levantar bloques de pisos, casitas adosadas o polígonos industriales. Otros creen que el campo es una cosa donde hay catetos y PER, y haciendas que están lejísimos y donde dan los convites de las bodas. Otros están convencidos de que el campo es lo que está a los lados de la autopista o tras la ventanilla del Ave. Acodado allí, en la ventanilla del tren, viniendo de Madrid, al contemplar las amapolas pensé lo lejos que nos cae el campo, lo olvidado que lo tenemos, lo que nos perdemos de belleza en sus colores, en sus sonidos, en sus silencios, en sus chicharras de la siesta, en sus pájaros del arborear, en sus soles del atardecer, en el frescor del agua en sus regajos, en su olor a tierra mojada tras la lluvia, olor a Creación recién salida del horno, que parece que Dios ha dado de mano tras rematar la faena de esta belleza.

En estas tardes de novena del Rocío de Triana, el campo se le mete a Sevilla por los cielos, en forma de cohetes anunciadores al otro lado del río. Se escuchan en la novillada y El Arenal suena a pueblo. A campo. En esta tarde de mayo con coheterío trianero me acuerdo del campo que vi hace unos días, esplendoroso, con la jara florecida en los barrancos, con los lirios peregrinos recorriendo caminos y trochas.

Y con las amapolas.

Como somos de ciudad y no de campo, unimos la idea de la primavera a los naranjos en flor, al azahar con tambores y cornetas, pero nunca a las amapolas chorreando su belleza, el rojo de su traje de torear primaveras entre los trigales o la avena bravía. Venía acodado en la ventanilla del tren, mirando, oh Dios, la belleza de las amapolas, su roja marea de hermosura entre el verdor, y pensé los escasos poemas que les han dedicado. Si acaso, una vieja canción, mas a una mujer con ese nombre, «Amapola, lindísima Amapola», que escribió José María Lacalle, compositor gaditano que emigró a Cuba y Estados Unidos, y que fue gente en Hollywood y en Broadway. Pensé en los versos de Rafael de León a los que le puso música Manuel Pareja-Obregón: «La historia de una amapola/que escapó de entre los trigos...» Miro las amapolas entre los trigos y se me escapan a la memoria de dos poetas populares que se fueron, de dos letristas de sevillanas que no verán, ay, el esplendor de esta primavera de coplas y cohetes. Y tomo una amapola y se la dedico a la memoria de Martín Vega Sanz, el de La Puebla del Río, con quien, como era maestro, Los Romeros aprendieron las primeras letras: «Arrecoge la vela del bote/que el viento ya se fue,/y tú no dejes de bogar/que el puerto ya se ve./En el puerto está/ la noche, el día y el amor:/recuerdos del ayer/que el aire se llevó.»

Y tomo otra amapola, y con ella me vienen los versos de otro letrista de otra Puebla, de otro poeta que, ay, tampoco verá florecer esta primavera: de Paulino González, el de La Puebla de los Infantes. Una amapola es ahora su verso inmortal de los dos amores: «María es mi sinvivir,/por ella muero,/Dolores muere por mí,/yo no la quiero./Son la noche y el día/mis dos amores, mis dos amores,/el amor de María/y el de Dolores.» Y tomo otra amapola de la memoria y me suena el desamor de Paulino: «El amor es un viento/que igual viene que va/si se muere y al momento/vuelve a resucitar./Si me enamoro algún día/me desenamoraré, me desenamoraré/para tener la alegría/de enamorarme otra vez». Y la amapola que Dios creó vuelve a El cuando suena en la voz de Paulino González: «Que Dios es una verdad/y en Dios tengo que creer/porque lo he visto pasar/cuando pasa el Gran Poder». Los versos populares son las amapolas de nuestra poesía. Vayan por vuestra memoria, Martín y Paulino, estas bellas amapolas vuestras del hermosísimo campo andaluz de la poesía.

 

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