ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El Cavia de Ignacio Camacho

Otras veces Castelo me llama y me dice que el Cavia se lo han dado, ¿qué digo yo?, a Ussía, a Prada, a Raúl. Hogaño no fue así. Aun siendo mi querido vecino de página y mi ya tópico «carissime dilectissimeque», naturalmente que en latín, que para eso los dos venimos de la Filología, no me dijo Castelo que el Cavia se lo habían dado a Ignacio Camacho. Por lo cual me enteré del premio a pelo, como lector raso, cuando abrí ayer el ABC a la hora del desayuno entre los gatos de siempre y los periódicos del día. Con lo que siento como si le hubieran dado dos veces el Cavia a Camacho. Estos premios de la Casa de ABC, el Cavia que alguien llamó el Toisón del Periodismo, no son para que te enteres por teléfono. Telefónica le va a los Cavia como el poliuretano a las andas de la Blanca Paloma. El Cavia pide tinta y papel para el articulismo de toda la vida, ese género literario al que ahora le han puesto el mote horroroso de columnismo. Para columnas, me sigo quedando con las de las Gradas de la Catedral o las de la calle Mármoles. Los que hace Ignacio Camacho son artículos. Por eso le han dado con toda justicia el Cavia.

Y que se mueran los feos. (Que no se morirán).

En esa tinta de la mañana que evoco sobre el papel posteta de ayer, se recordaba a un joven Camacho de «Diario 16» plumeando crónicas veraniegas desde el gunileo del marbelleo, cuando la Costa del Sol aún tenía el encanto del Tánger de Pawl Bowles que Pepe Carlenton acababa de trasladar de orilla a través del Estrecho. Aquel chaval cómo plumeaba de literario, de culto y de bonito algo tan simple como una crónica frívola de verano. Aquel chaval de Marchena, el hijo de doña Georgina López de Sagredo. Y con qué finura lo hacía. Veneciana. En el Campo Santa Sofía de Venecia está el Palazzo Ca Sagredo. Si quieren saber cómo es ese palacio, no hace falta que se metan en carretera ni que se embarquen en el vaporeto. La prosa de Ignacio Camacho tiene cada día esa exquisitez véneta que le viene de rama.

Cuando ayer le daba a Ignacio la bienvenida a la Cofradía de los Cavia de Sevilla, ya que en la entrevista me mentaba como hermano de más edad, tuve que añadirle palabras a nuestro vocativo latino de salutación: «carissime dilectissimeque fratre menore». Desde esa hermandad que me concedió generosamente en la entrevista donde recordaba con nobleza y grandeza a Don Guillermo, viendo la lista de los galardonados comprobé que el Cavia no venía a Sevilla desde que se equivocaron y me lo dieron a mí cuando Don Felipe de Borbón se embarcó de guardiamarina en el «Juan Sebastián Elcano» y le compuse una «Habanera gaditana para un Príncipe» en forma de artículo. Habiéndose escrito aquí tan hermosa literatura de periódico, qué tacaño ha sido el Cavia con Sevilla. No se lo querrán creer, pero Ignacio es el sexto sevillano (y el primer marchenero, ¿pasa algo?) que lo gana desde 1920. El primero fue Chaves Nogales. A los tres años lo ganó José Andrés Vázquez. Tuvieron que pasar muchos años y una guerra para que lo ganara don Manuel Halcón. Luego vendrían Jesús Sáiz y Adriano del Valle. Y así hasta que se equivocaron y me lo dieron a mí. O hasta que este año han acertado con mi dilectísimo Ignacio Camacho.

A quien le ha ocurrido como a todos los que lo recibimos un día: le ha caído encima todo el peso del prestigio de esa lista de premiados. Ahora comprendo la alegría de mi maestro don Manuel Halcón cuando presidió el jurado que me dio el Cavia: yo tengo hoy su misma alegría al ver que Ignacio me sucede en esta lista sevillana. Camacho, como él mismo me comentaba ayer, hace que la presente página de ABC sea una especie de hoja de laurel, donde, rematada por Máximo Sanjuán, van cada día dos Cavias, dos Romero Murube, un Pemán y tres González Ruano. Tanto laurel que yo, la verdad, me siento aquí como las papas para tu laurel, carissime dilectissimeque Ignacio Camacho.

 

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