ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Patio de la Armería sin abucheo

CADA año, cuando Su Majestad el Rey nos invita a Palacio en la Fiesta Nacional, sé dos cosas ciertas: a quién me voy a encontrar al llegar y de quién me voy a acordar al salir. Como los catetos no sabemos andar por Madrid, me gusta ir con tiempo, no me vaya a coger por el camino una unidad motorizada que venga del desfile y vayamos a tenerla. Y por muy temprano que llegue, sé que ya va a estar allí el teniente de hermano mayor de la Real Maestranza de Sevilla, Alfonso Guajardo-Fajardo, acompañado de su diputado segundo, Javier Benjumea Llorente, marqués de Puebla de Cazalla. Vengo observando que los más tempraneros en la recepción regia, quizá por prioridad en viejas lealtades a la Corona, son las Reales Maestranzas, la Diputación de la Grandeza y las Órdenes Militares. Y ante el que todavía era pequeño grupo, tan reducido quizá como antaño el de los leales de Estoril, Alfonso Guajardo me comentó:

—Sabía que ibas a venir tan temprano como siempre porque veo que has llegado a mi conclusión: este Palacio es tan hermoso, esa escalera con la guardia de los alabarderos es tan solemne, que hay que admirarlo así como nosotros al llegar: sin gente.

Luego viene lo ya sabido, el rebujón y la rebujina del besamanos de SS.MM. y SS.AA., el has visto cómo va Fulanita y el qué bien se conserva Mengano. Lo que era la Corte, en esta nación donde del Rey abajo todos presumen de haberle dado un corte de mangas a la Corte de Madrid, que ya sólo se encuentra en las canciones de Rafael de León. Luego vienen los corrillos de los políticos con la Prensa. Una ordinariez de los políticos. Es como si José Mercé va a Palacio invitado por Su Majestad y da un recital. Los políticos no pueden renunciar a dar el cante ni en Palacio.

Y cuando SS.MM. ya se han retirado y puede uno abrirse, viene la bajada por la escalera donde dan guardia los alabarderos. Y allí me acuerdo siempre de Rafael Montesinos, a quien acompañé por última vez un Día de Cervantes por esta misma escalera, ayudándole a bajar el peso de sus años irreparables tras la recepción regia a los escritores. Hogaño, tras el recuerdo de Montesinos, en la monumental mesetilla de la escalera me encontré a Lola Álvarez, la directora general de la agencia Efe. Bajamos juntos. Y al salir, no creíamos lo que vimos. ¿Una nube de fotógrafos? Qué fotógrafos ni fotógrafos, ¡un nubarrón de chóferes de los coches oficiales y de escoltas de nuestras personalidades! Si no había cuatrocientos, ¿verdad, Lola?, no había ninguno. ¿Cuántas horas extraordinarias en festivo se estaban devengando allí? ¿Es que sus señorías y sus vuecencias no conocen el taxi ni tienen coche ni carné? Aquello sí que era de abucheo. En silencio, el abucheo de los hechos. Yo me avergoncé de ver el espectáculo de quienes llevan más escolta y ringorrango que los Reyes. Y como contribuyente, me indigné. Le dije a Lola Alvarez: «Esto sí que tiene una foto, la nube de chóferes y escoltas del poder...» Lola desenfundó el teléfono móvil a velocidad de John Wayne, y le adiviné la intención de llamar a un fotógrafo de Efe para sacar la verdadera (y triste) imagen del día. La disuadí: «Demasiado desprestigiada está la clase política como para que encima le gente vea cómo tira nuestro dinero de esta forma, Lola.» Supongo que Lola Álvarez, por su parte, me adivinó la intención de escribir este artículo. Menos mal que los del abucheo no vieron esta estampa del Patio de la Armería el día de la Fiesta Nacional.

 

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