ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Provinciana con lluvia y tiendas

Como este espacio tiene algo de ruedo cuadrado de plaza antigua, hay días, y hoy es uno de ellos, en que se me tira un espontáneo. Al contrario que en la plaza de los toros, no suele saltar desde el sol bajo, sino desde la sombra honda. Desde la común evocación de una ciudad que quizá ya no existe y es sólo el sueño que unos cuantos (miles de) sevillanos llevamos dentro. Escribía antier de la Sevilla provinciana de la relojería Ramiro en la calle Monardes, y ésa es la muleta que se saca mi querido espontáneo. Al que, a diferencia de lo que ocurre en la plaza del Arenal, que se lo llevan los peones y lo prenden los guardias, aquí lo dejo torear, para que baje la mano, arranque los óles del respetable... y me mande a los albañiles. Que quizá por eso los matadores no dejan que los espontáneos le toquen el toro, porque a lo mejor los mandaban a los albañiles, como este lector a quien le entrego hoy la franela de mi muleta y la espada desnuda de la verdad de Sevilla, porque verán que lo hace siete mil millones de veces mejor que yo:
«Ramiro también es mi relojería de cabecera. Por herencia abuelo-materna. En esta mañana de lluvia y niebla, entre humos de castañas y paraguas chorreantes, su artículo me ha traído de golpe la memoria de mi infancia. Mi abuelo venía de Utrera para todo. Para arreglar su reloj, para comprarse las camisas en O´Kean, para los estrenos en el Imperial, Palacio Central o Llorens, para merendar en Ochoa, donde nos llevaba a sus nietos, hoy ya cuarentones... Esa Ochoa de madera y mesitas minúsculas de la planta de arriba. “Hoy hay que portarse muy bien —nos decían—, que aquí nos conoce todo el mundo”. Ochoa era casi un templo: mi sandwich de pavo, mi batido de caramelo. ¡Qué gozo! “Hola, don Manuel —saludaban todos a mi abuelo—, ya veo que con su nieto, ¡qué formalito!”. Y las señoras perfumadas te daban un beso de abrigos de pieles y barra de labios cara que se quedaba en la mejilla. Y todos se conocían: la camarera de siempre, hasta el aparcacoches de la Plaza Nueva. ¡Dios mío, cuando se podía aparcar en la Plaza Nueva! Y después, había que terminar las compras. Qué provinciano eso de las compras en las tiendas de la memoria. Y entrábamos en la relojería de Ramiro donde estaban unos señores muy mayooores, casi venerables, como magos, imbuidos en los misterios de los entresijos del tiempo. “¡Hola, don Manuel!”, otra vez. Era una Sevilla donde todo el mundo sabía quién era quién. Y después cruzábamos a Arancón, una perfumería deliciosa con un viejito muy limpio y peinado su pelo canoso. Sus olores, sus grandes escaparates de cristal con medias, botes de colonias, paraguas, las sillas delante del mostrador. Y por último pasábamos por La Leonesa, más bello aún: por “Mantequerías La Leonesa”. Sólo el nombre para mí es un poema evocador. Donde se compraban ultramarinos exquisitos: el jamón de York “de antes”, los fiambres, las trufas, esos botes de cristal con dulces, fruta escarchada, caramelos, la exposición de cestas de Navidad inalcanzables. En fin, un puro deleite. Y además, siempre caía algo para el niño, que abrigadito se quitaba un guante de lana para recoger el dulce de colores, el bombón de chocolate, el premio perfecto, por ser niño, de una tarde perfecta, que en los días de bruma como el de hoy sólo quedan en la memoria.»
¿Pero han visto ustedes qué espontáneos se me tiran al ruedo, cómo escriben? Como para no haberle cedido los trastos, admirado Ignacio Trujillo Berraquero. Permítame que borre hoy mi nombre y ponga el suyo en el cartel lluvioso de aquella deleitosa Sevilla provincianita...
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