ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO
              
				
                  ABC, 18 de 
					abril de 2011
                  
                  
            
            
                  
					
				Túnica de sarga de los nazarenos del Cristo 
				de Burgos
				
					Elogio 
					de la sarga
				 
         
                  No es oro de un escudo bordado sobre un 
					antifaz de terciopelo todo lo que reluce en estos días. 
					Terciopelo nuevo, reluciente de fibras artificiales, o 
					viejos terciopelos de los últimos tramos, chafados por el 
					tiempo, enverdinados de tantas madrugadas por la humedad de 
					rincón de azotea del relente, azules cruzados de Santiago en 
					la capilla de los Toneleros. 
					No es todo capa de merino, de buena lana, con nombre que 
					suena a Mesta de Castilla, a viejos telares de la ciudad 
					artesanal, redondas como capote de paseo. Ay, qué bien se 
					tenía que abrir Joselito de capa de merino cuando salía de 
					nazareno con su Esperanza antes de comenzar cada temporada 
					el Domingo de Resurrección, qué medias verónicas le pegaría 
					al frío de la noche, el merino reliado al brazo, cuando 
					pasaba ante unos Hércules que en la Alameda ya esperaban 
					crespones de luto... 
					Ni todo es ruán, negro, brillante, acharolado, reluciente, 
					casi mineral ruán, más de escultura de Museo de Arte 
					Contemporáneo que barroco, ruán penitencial que dibuja 
					cresterías imposibles de cordilleras en los vuelos de la 
					túnica, ruán gastado por la mano sobre el antifaz que nunca 
					volvió la cara, que nunca vio al Señor en la calle, ruán 
					rociado de cera de los hermanos canastillas, ruán silencioso 
					del penitente sin macho en el antifaz.
					Sevilla, ciudad universal, viejo muelle de su gente de la 
					mar, abierto al mundo, lonja de mercaderes europeos en 
					Alemanes y en Francos, les puso nombres de ciudades con el 
					prestigio novelero de lo extranjero, como sacadas de una 
					revista de moda parisién del siglo XIX, a sus telas más 
					famosas en Semana Santa: túnicas de Ruán y mantos de 
					terciopelo de Lyón. Cuando el Duque de Montpensier viera las 
					cofradías que le pegaban el sablazo, le resultaría familiar 
					esa Francia penitente en las telas de Sevilla. Ciudad que 
					debería hermanarse con Ruán. Ni en la mismísima Ruán se 
					habla tanto de Ruán como en Sevilla en estos días. 
					Pero nadie habla de vosotras, humildes sargas, que sois 
					además las más habituales en las túnicas nazarenas. Sargas 
					que recuerdan a la Sevilla del muelle. Blancas sargas como 
					de uniforme de marinería, que están pidiendo lepantos más 
					que capirotes. Azules sargas como de trajes de faena, de los 
					que vendían las tiendas de ropa hecha de la Alcaicería y que 
					en la Cuaresma estaban colgados junto a los capotes de agua 
					y los capirotes de Casa Rodríguez. Sargas de mono azul de 
					mecánico, o, con un correaje y pistolón al cinto, de 
					miliciano de una Brigada Mixta de la zona roja o de 
					voluntario de la Quinta Bandera de Falange en el frente de 
					Peñarroya. 
					Tú, humilde sarga de las austeras túnicas de tantas 
					cofradías de barrio y del centro, de capa o de cola, no 
					presumes de penitencia como el ruán, que tiene la soberbia 
					de la humildad, tan sevillana, tan de Miguel Mañara, que 
					cuesta mucho más cara una túnica con la falsa modestia del 
					ruán que la verdadera pobreza de esa sarga del austero 
					algodón que no tiene quien le escriba ni la exalte.
					Yo te he vestido, vieja sarga negra de las túnicas de la 
					hermandad que lleva en el escudo de su antifaz un gallo y 
					una columna. Tú me enseñaste estas verdades de Sevilla, 
					vieja sarga de mi túnica, guardada por la hermandad en una 
					talega que tenía el número 29 y que olía a humedad del hueco 
					de la escalera de la torre. Tú no brillabas como el raso o 
					el orgulloso ruán, oh vieja sarga, ni por la Alcaicería ni 
					por la calle Sales y Ferré. Porque tú sabías y sabes, vieja 
					sarga, que aquí El que tiene que brillar no es el ostentoso 
					ruán que presume de penitencia, sino nuestro Cristo muerto 
					entre sus cuatro hachones.  
				 
				      
				
              
            
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