ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Rebujito de Bin Laden

ME recordaban cuando España ganó el Mundial de Fútbol y, con banderas y las caras pintadas en rojigualdo, la gente se echó a la calle cantando con música del «Kalinka»: «¡Español, español, soy español!». Ellos, tan enfervorizados como los españoles, armando parejo tumulto por Washington o en Times Square de Nueva York, lo decían en inglés, y sin músiquita, pero coreaban a compás el deletreo de las siglas de su nación: «¡Yiú es ei, yiú es ei!». ¿Habían ganado los Estados Unidos el Mundial de Fútbol acaso, con lo malamente que juegan los americanos a la pelota, aunque paguen millonadas por el ocaso de los dioses de todas las viejas glorias? No, padre. ¿Era que habían ganado una Copa Davis, un Mundial de Automovilismo, un algo? No, padre. Era que habían matado no un a ruiseñor, sino a un pajarraco. Toda la algarabía celebraba una muerte. Porque Obama se había cargado a Osama, cuya foto estaba colgada en el cartel del «saloon» no sólo del Salvaje Oeste, sino del Civilizado Este, no sé si puesta por Gary Cooper o por John Wayne, con el letrero de «Se busca, vivo o muerto».

Que conste que el tal Bin Laden, el que dio nombre a nuestros escondidos billetes de 500 euros, aparte de un moro asqueroso y zarrapastroso me parecía un criminal, un asesino y un genocida. Y que figure en acta también que tengo puesta todas mis complacencias en el sistema de libertades y de sentimientos nacionales que representan los Estados Unidos. «Sentado lo cual», como se dice en perfecto idioma tertulianés, he de dejar también constancia de que esos americanos saltando por las calles, gritando enfervorizados y dando botes de alegría por la muerte de un ser humano, todo lo vil y deleznable que quieran, pero una vida al fin y al cabo, me recordaron los peores tiempos de la más oscura España. Cuando se llenaban las plazas públicas para ver cómo la Inquisición quemaba en su hoguera a los condenados por herética pravedad. La España absolutista del XIX que juntaba gente ante el tinglado de la antigua farsa para dar garrote vil a los liberales que defendían la Constitución. La España de la chiquillería subida a las ventanas para presenciar un fusilamiento en trágico paredón de la guerra civil. La España de la aplicación de la ley de fugas. Esa España que, luego, en la taberna, reía al comentar cómo el reo de muerte sacó la lengua cuando le dieron garrote o cómo sus piernas se agitaban cuando la soga de la horca le ahogaba. Esa España pintada en los cuadros de las ejecuciones, retratada unas fotos de amanecer, neblina y largas capas de guardias civiles.

Mas no era esa oscura España de los pecados de nuestra Historia, sino los preclaros Estados Unidos de todas las grandezas. Una nación entera se alegraba por una muerte. Y casi el mundo entero también celebraba esta pena de muerte sin juicio previo. Estos que se alegran de una muerte ordenada por Obama, aunque sea la muerte de un moro zarrapastroso y criminal, ¿hubieran hecho lo mismo si la hubiese mandado Bush? Lo que más me sorprende es que los que tanto se alegran son los mismos que dicen que Estados Unidos debe cerrar su chiringuito penal de Guantánamo; que son pocas todas las garantías para los criminales de la ETA; que el GAL fue la institucionalización del crimen de Estado. Los del Estado garantista se parten las manos aplaudiendo la ejecución sumaria de Bin Laden. ¿Esto no es terrorismo de Estado? No entiendo nada. Absolutamente nada. Será que, como estamos en Feria, me he pasado con el rebujito. Pero ni borracho me puedo yo alegrar como cristiano por una muerte. Aunque sea la muerte de un asqueroso moro asesino.

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