ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Postal del Cristina

Por esa modernísima cadena de San Antonio por lo civil que son las listas de correos electrónicos, Ramón Cortés de Haro, mi condiscípulo portacelitano, me envía una presentación de fotos antiguas de los Jardines del Cristina. Me dice: «Este correo os lo envío a los amigos de cuando jugábamos en los Jardines del Cristina con nuestras tatas, para alquilar entre otras cosas las bicicletas y triciclos, que una señora llevaba todos los días, procedente de Triana, y que ocupaban en línea recta, enganchadas unas a otras, una buena parte del Puente San Telmo, cuando éste aún se abría para dejar pasar por debajo los barcos.»

Y viendo esas fotos hasta he vuelto a escuchar la campanita como de esquila de entierro de La Caridad que empezaba a sonar en el levadizo puente de San Telmo cuando iba a pasar un barco. Los niños, las tatas y los soldados que las pretendían corríamos que nos las pelábamos desde Cristina hacia el puente, para asomarnos al maleconcillo de Las Delicias y ver primero abrirse las dos hojas levadizas, como fauces de un dragón de película de miedo en el Coliseo España, y después pasar el barco. Que casi siempre era uno de los pesqueros que cargaban hielo en la fábrica que había en el Muelle de la Sal, donde ahora el Monumento a la Tolerancia. Pasaba lento y solemne el pesquero, con el ronroneo de su motor de aceite pesado, pof, pof, pof, y en la memoria se nos quedaba a los chiquillos su nombre y matrícula, que aún estamos viendo irse por un río todavía sin puente de Los Remedios: «Catoira. Vigo».

Y volvíamos otra vez al Cristina. A nuestros juegos. El Cristina era como el patio de recreo para los niños de la parroquia del Sagrario. Allí íbamos todos, todas las tardes. Cada cual tenía su glorieta y su pandilla. Y todos, nuestra cita ilusionada con los dos puestos de chucherías. Uno estaba junto a las bicicletas de alquiler, al pie del monumento a Castelar de Echegoyán. Era el puestecillo de José, que vendía pipas, altramuces, chufas y las mágicas cariocas, unas pelotas de papel rellenas de serrín con una larga cola como de pandero, y una guita. Se agitaban en círculo, se les daba impulso, se soltaban, se elevaban al cielo, y caían lentamente, como un paracaídas. Y luego estaba el otro puestecillo, el de Currito, entre la pérgola ahora repuesta y la salida hacia San Telmo, mayor, con ruedas, y donde vendían hasta ristras de triquitraque, que encendíamos rascándolos sobre los ladrillos de los bancos y que luego tenían que sonar entre las manos hechas cuenco como caja de resonancia, agitándolas para no quemarnos con la pólvora estallante.

Y había guardas de uniforme de Parques y Jardines: pelliza campera, calzón como de corto con vueltas blancas, botos de Valverde, banda de cuero en bandolera con la chapa de su autoridad y sombrero de alancha. Guardas que te reñían si te metías con el triciclo alquilado por los parterres y que guardaban sus cosas en una casetilla tan verde como la cinta de su sombrero, donde dicen que se pusieron algunos a salvo cuando aquel toro que se escapó de la estación de San Bernardo llegó hasta los espejos del Britz en la calle Tetuán.

Eran aquellos, Ramón Cortés, unos jardines llenos de vida, con nuestros sueños de niños, nuestros juegos de niños. Ayer pasé por un restaurado Cristina sin niños, Ramón, y no reconocí nuestra infancia. Con decirte que ni estaba la señora que nos alquilaba los triciclos y que al anochecer se los llevaba atraillados hacia Triana por el puente de San Telmo...

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