ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Comer en la calle

YO nunca había comido en medio de la calle Cuna, la verdad, y he de confesar que la otra noche lo hice. Y muy buenas tortillitas de bacalao de las de toda la vida que me tomé por cierto en un velador de la parte del restaurante nuevo que junto a la esquina de Victoria Eugenia ha abierto el muy emprendedor empresario señor Baco. Yo creía que la cadena Baco se llamaba así en honor del dios griego del moyate. Pero no, es por el apellido de su dueño, un antiguo empleado de Manolo Barea, a quien de casta le viene el culto al bacalao. Hasta el punto de que ha rescatado y está dispuesto a reponer solemnemente en su esquina de Argote de Molina con Placentines el gigantesco teleósteo de madera que servía allí de muestra a la tienda de comestibles de Jesús Sanz que así se llamaba, El Bacalao, y que dio nombre eterno a la Cuesta del Bacalao. Sería bonito que el Bacalao volviese a su muy cofradiera esquina en la Cuesta del Bacalao. Me estoy imaginando la solemne ceremonia de reposición: allí irían todas las hermandades que pasan por esa esquina, cada una naturalmente que con su bacalao. ¿Habrá algo más sevillano que el bacalao de una hermandad pasando por delante del Bacalao de la esquina de la Cuesta del Bacalao? ¿Será por bacalati con tomati?

Y sin bacalao, pero con provolone, el muy italiano queso fundido que cada día está más de moda en Sevilla, yo tampoco había cenado nunca sentado en medio de la calle Juan de Mata Carriazo, entre los Bomberos y la antigua Estación de Cádiz, y la otra noche lo fize, en la terraza de Jarisa.

Es decir, que los sevillanos estamos ya como los extranjeros de los bares y restaurante de la mentada Cuesta del Bacalao: cenando al aire libre, en plena calle. Ellos se toman una paella de guardarropía, prefabricada, a las 7 de la tarde, y nosotros, gloria bendita a las 10 de la noche, pero todos en plena calle. Lo que nunca había ocurrido en Sevilla. Antes, si querías comer en al aire libre, tenías que irte a La Raza, a cuyos dueños felicito aquí en público, aunque sea tarde, por haber tenido en la ciudad cobardona la valentía de denunciar a los extorsionadores que trincaban la tela. En Sevilla, antes, si querías comer al aire libre, te tenías que ir a una venta de los alrededores. Que era sinónimo de arroz con pollo y de niños en los columpios dando por saco: «A ver qué le ha pasado ahora a este puñetero niño, que viene ahí llorando». Pero en Sevilla-Sevilla, lo que se dice Sevilla, nunca se comió en la calle. En todo caso, se tapiñeó en los veladores de las terrazas. Los veladores han sido ahora sustituidos por esas mesas altíiiiiisimas como nidos de cigüeñas, donde has de trepar sentándote como puedas en un elevadísimo taburete, que aviados vamos los cortetes. En esas mesas-taburete es donde se tapea. Y en los veladores, como en los versillos de la Catedral y la Magdalena, se almuerza, se come y se cena.

Por obra de la Ley Antitabaco. Que ha traído nuevas tradiciones. Antes decíamos que había llegado el invierno cuando veíamos el primer humo del tío de las castañas en La Campana. Ahora no habrá llegado el invierno hasta que veamos la primera estufa-sombrilla de butano en la terraza donde fuman como posesos los expulsados por la Ley Antitabaco del paraíso de los comedores. Y hasta ha cambiado el habla. Antes comer en la calle era hacerlo fuera de casa: «No enciendas la candela, Mari, que hoy vamos a comer en la calle». Ahora comemos doblemente en la calle. Sin que Mari encienda la candela y en medio de la puñetera calle, en los veladores, como los turistas, por culpa de la dichosa Ley Antitabaco. Toda Sevilla es ya un inmenso comedor al aire libre.

 

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