ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


El soñador del Salvador

LO tengo que mirar en el libro de mi querido profesor Jaime Rodríguez Sacristán sobre la psicología del sevillano. ¡Pero me da tanta pereza levantarme ahora del escritorio y traer el libro de la biblioteca para buscarlo...!
—Mírelo usted en Google, fijo que viene, y así no tiene que levantarse...
Por si los sevillanos no fuéramos suficientemente flojos, Google nos está haciendo más perezosos todavía. Ya no hay quien mire el Larousse. Sacan el teléfono inteligente y lo miran en la aplicación de Google. Y algunos hasta sin teclear, con la aplicación de Búsqueda por Voz. Pero como eso de la flojera tiene que ser sevillanísimo, a mí me da una pereza horrible abrir ahora el navegador de Google o coger el Samsung Galaxy para decirle que busque lo que Rodríguez Sacristán dice su libro. Lo diga o no, a los sevillanos, que nos acusan de ombliguistas, tenemos muy mal concepto de nosotros mismos. Lo leí el otro día en una queja de las cartas al director de ABC: «Los sevillanos tenemos lo que nos merecemos».
Pero también tenemos soñadores apasionados por nuestra ciudad. Quizá seamos cuatro gatos, y eso contando con los míos, con Remo, Rómulo y Romano, más Marcelo, un gatuno amigo de Alcalá de los Panaderos que tienen ellos de invitado estos días en casa, porque sus humanos se han ido fuera de puente. Tenemos muchos soñadores de Sevilla. Uno de ellos me suele escribir. Hoy vuelve a hacerlo y meda el artículo hecho, como aguilando anticipado: «¡Recuadro al bote! ¡Gracias!» Este soñador vive en El Salvador, y me dice:

«Hace tiempo que no le doy la lata, pero me animo a escribirle a propósito del cambio que parece se está dando en la botellona (animo a este Ayuntamiento a seguir en ello) de la Plaza del Salvador. Ahora por fin viene la Policía Municipal. El jueves no abrieron las bodeguitas y un coche de Policía estaba allí estacionado impidiendo las habituales aglomeraciones. Por la noche al abrir el balcón se vio una imagen inédita, de una delicada belleza: la luz tenue de las farolas convertían la plaza en una estampa antigua, sólo las mesas casi vacías de La Alicantina de siempre, al fondo, algunos paseantes, que cruzan como sombras aquí y allá. La inmensa mole barroca del Salvador iluminada que sorprende al turista que transita desde calles estrechas... Era una plaza íntima, elegante, con aires romanos... Nada que ver con la adulterada imagen de los zarrapastrosos de las litronas. «Es que lo del Salvador es una tradición...»—dicen algunos. «¡De anteayer por la mañana!»— respondo yo. Tradición, lo que se dice tradición, es esa plaza melancólica y bella, sumida en la perfecta penumbra silenciosa de adoquines y piedras antiguas. Así ha sido siempre y si no, que le pregunten a nuestros padres. Yo quiero esa Sevilla refinada y culta, la que se evoca en «Ocnos», la que añoraba Blanco White, la que soñaban Romero Murube o Chaves Nogales; la Sevilla ilustrada, que hunde sus recuerdos en los mármoles de Itálica que afloran en las columnas de las casas de patio; la de la música callada de la fuente oculta entre aspidistras y palmeras; la del jazmín dormido sobre las tapias; la renacentista y clásica de los comerciantes de Indias; la de los palacios perdidos; la de Cromberger; la de las Academias y los coleccionistas amantes de la cultura: Argote de Molina, el oidor Francisco Bruna; la de Monardes y sus plantas exóticas; la de Hernando Colón absorto en su biblioteca... La de Machado padre, la de maese Rodrigo, la de Morales y Turina... ¡Reniego de esta Sevilla populista y chabacana que nos quieren vender, de esta ciudad profanada en sus más íntimos rincones, de camisetas y chiringuitos, de litrona y basura, la de los personajillos del papel cuché! Y todo esto porque el jueves desde mi balcón vi una Sevilla que puede volver a ser. No le molesto más. Seguiremos soñando.» (Seguiremos, admirable soñador del Salvador, seguiremos...)

 

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