ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Ya está allí

YA está allí, exacta en su cita, como todos los años por estas fechas en que acaba de pasar Santa Lucía, cuando se acortan las noches y se alargan los días. Barrunto que los días se empiezan a alargar para poder verla mejor, desde ahora hasta la alboreá de su amanecer único, que en la duda del azar entre el horario de invierno y el de verano nunca sabremos a qué hora le dará en la cara el sol de la luz de un verso: «Un Viernes por la mañana»...
Anoche sonaban tambores y cornetas en la explanada del Hospital donde decía la leyenda que nunca debía entrar, porque no la iban a dejar salir, de Guapa que es, no por las cuentas pendientes de la aritmética loca del trueque por un reloj que marca las horas, las horas del gozo. Sonaban anoche esos tambores como impacientes, que yo los escuché como mejor se puede: bajando la ventanilla del coche. Si cuando pasas junto al viejo Hospital bajas la ventanilla estas noches vesperales de su día, se te entra de golpe en el coche todo el sonido del Recorrido del Jueves, como me llegó en un sunami de emociones con el redoble del paso ordinario que me recuerda un bosque blanco de plumas que avanza, vencedor de la noche, por la calle Conde de Barajas, barajas cuyos naipes, cuando cortas, te dan siempre el as de espadas de capitán y el rey del oro del Gran Poder. Sonaban anoche los compases de las marchas populares de paso ordinario de la Centuria, «Abelardo», «Pilatos», y cuando abrías la ventanilla del coche se te colaba dentro San Gil entero, toda la impaciente emoción de una Marcha Real sonando en honor del lábaro del Senado y del Pueblo de esta verdadera Roma virada al morado del Jerusalén de los armaos.
Yaunque no entré en la basílica, miré su espadaña, sus mudas campanas; miré el atrio, miré sus rejas, miré el cancel, miré esas columnas que nunca quieren decirle adiós en la mañana que nunca debe terminar, y que de hecho no termina, porque la volvemos a vivir cuando la evocamos. Miré ese trozo de gloria donde encuentran el paraíso los recios hombres que tienen sangre verde, que yo os conozco, Luis, que yo os conozco, Fernando, y sé que por Ella, si fuera menester, sois capaces de darla hasta la última gota, como el codal de un guardabrisas que se consume bajo el cansancio del sol del mediodía. Desde un horizonte de tambores miré y adiviné que a aquella hora, ya de noche, cerradas las puertas, se estaría obrando el milagro anual. Cuando esta Divina Mujer baja de su alto balcón de la gloria, deja arriba el sillón de su poderío y majestad, y pisa escaleras abajo esa alfombra roja por la que desciende a la misma altura que su Pueblo, que su Senado Romano de murallas y de Arco. Baja esta Divina Mujer del rompimiento de gloria de su dorada altura para traernos más cerca su propio nombre, para que podamos sentir a la Esperanza cara a cara, sin que nunca pueda ser desmentida la sabiduría de la copla: que de frente y de perfil, Moza más Guapa no cabe.
Ya está allí. Me lo dice la luz de la mañana que creó su Hijo a la exacta medida de este diciembre sevillano que espera coplas tristes de campanilleros y alegrías de sonrisas de niños que aguardan a los Reyes. Ya está allí Ella. Con sus manos abiertas, para que se las besemos. Que es como besar la Luz, como besar la Gracia, como besar el Gozo de su Nombre y sentir su Esperanza. Es el misterio de la Anunciación a la sevillana. La que fue anunciada por un ángel le anuncia a Sevilla que su Hijo, el Gran Poder, va a nacer. Hay que ir a besarle las manos, porque esta Divina Mujer está en estado de Buena Esperanza.

De Buena Esperanza Nuestra Macarena.

 

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