Igual que
suelo decir que cuando tiene mérito escribir de cofradías es
en agosto, cuando estamos en Matalascañas, con el bañador
puesto y el bronceador untado, pues en Cuaresma lo hace
cualquiera (hasta los que no deberían), está tirado comentar
asuntos de taurina materia en abril, por Feria. Cuando tiene
mérito es ahora, en este pascual tiempo de jacarandas en
flor y procesiones de Su Divina Majestad.
José y Juan. Cómo serían las dos Españas de José y Juan, de
Gallito y Belmonte, que, al igual que les ocurre a las dos
Españas de la guerra, llegan hasta nuestros días. En Las
Ventas, como en tantas plazas de España, se guardó un minuto
de silencio en el cincuentenario de la muerte de Belmonte. Y
al terminar ese recuerdo en el que escucharse suelen los
cascabeles de las mulillas tocando a réquiem torero, sonó
una voz en el tendido. ¿Qué dijo? ¿Viva Belmonte? No. Gritó:
-- ¡Viva Joselito el Gallo!
En los carteles de Sevilla que encargan los maestrantes como
coartada de modernidad, para que no les digan que son unos
carcas, han puesto un nombre que los belmontistas no quieren
mirar: José Gómez Ortega. En los 50 años de la muerte de
Belmonte, en la plaza de Sevilla se celebran oficialmente
los 100 años de la alternativa de la otra España, de la otra
Sevilla, del otro toreo. Los 100 años de aquel 28 de
septiembre de 1912 en que su hermano Rafael el Gallo le
cedió a Gallito en Sevilla la muerte de un toro de Moreno
Santamaría que se llamaba "Caballero".
En las dos Españas de las dos Sevilla, de José y Juan, dicen
los gallistas (que haberlos sigue habiéndolos, y militantes,
¿verdad, Álvaro Pastor Torres?) que les extraña que los
belmontistas celebren algo que se debería olvidar: que
Belmonte se pegara un tiro. Dicen los gallistas:
--¿Qué, es que están encantados de que Belmonte se pegara un
tiro? ¿Es que están contentos porque se suicidara y por eso
lo celebran? Hombre, si por lo menos a Belmonte lo hubiera
matado un toro en la plaza, como a José, tendrían algo que
celebrar. ¿Pero es bonito esto de festejar un suicidio?
El toreo de Sevilla es una cadena. Como las de las gradas de
la Catedral. Como las de la Puerta del Príncipe. Tras José,
quedó Juan en el toreo, un mito de Sevilla inventado por los
intelectuales...de Madrid o por los sevillanos que se fueron
allí a medrar y a hacer carrera, como Chaves Nogales (¿usted
no está también ya harto de tanto Chaves Nogales?). Tras
Juan, vino Chicuelo. Tras Chicuelo, Pepe Luis Vázquez. Tras
Pepe Luis, Pepín Martín Vázquez. Tras Pepín, Curro Romero.
El toreo según Sevilla es un eterno retorno. Una constante.
Y hay algo mágico en los 50 años de Belmonte. Los 50 años de
la muerte de Belmonte son también los 50 años del nacimiento
a la vida de un grandísimo torero de Triana: de Emilio
Muñoz. Enterraban a Belmonte y Triana estaba echada a la
calle, cuando una mujer de la calle Pureza estaba ya
cumplida de un niño que llevaba en su vientre, que luego
habría de ser mozartiano precoz prodigio: Emilio Muñoz.
Belmonte se mató el 8 de abril de 1962. Emilio Muñoz nació
el 23 de mayo, tal día como mañana. Igual que Zorrilla se
dio a conocer en el entierro de Larra (otro que se pegó un
tiro), Emilio Muñoz, su temple, su mano izquierda, nacieron
cuando el entierro de Belmonte. La eterna cadena del toreo
según Sevilla. Yo ahora enciendo cincuenta velas. No de la
Cerería del Salvador. Cincuenta velas de mástiles de
bergantines antiguos del río, en las que pongo lo que el
aire de Triana escribió hace ahora cincuenta años: "Juan
Belmonte ha muerto. ¡Que viva Emilio Muñoz!".
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