ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


La máquina de ideas geniales

  Sevilla ha padecido durante muchos años una máquina terrible. Más destructora que la más cruel máquina de guerra. España no entró en la II Guerra Mundial y no sufrió sus bombardeos. Pero, poco después de la Guerra Mundial, Sevilla sufrió el peor de los bombardeos: el de la especulación, los derribos, la destrucción de la ciudad, el mal gusto. La Plaza del Duque, por ejemplo, es como si hubiera sufrido los bombardeos de Dresde o de Colonia: no queda nada en pie de lo que había en ella antes de 1939, fecha del comienzo de la Guerra Mundial. Y en La Magdalena, igual: lo más antiguo que queda en pie es el edificio racionalista al que pusieron de mote Cabo Persianas.
Y tras el bombardeo de la destrucción, el bombardeo de esa máquina terrible y destructora: la máquina de ideas geniales. En una ciudad monumental como Sevilla deberían de estar prohibidas las ideas geniales. Debería haberse creado una mentalidad dominante para que las ideas geniales hubiesen sido calificadas inmediatamente de cuanto son: de patochadas, de chuminadas. Pero no. Todo lo contrario. Las ideas geniales tienen muy buen predicamento y dan prestigio a los cretinos que las proponen. A las ideas geniales le llamaron en un tiempo Desarrollo, en otro Modernidad, en otro Progreso. Palabras reverenciales, combustible de la máquina de ideas geniales. Sin la máquina de ideas geniales no padeceríamos el tranvía absurdo, ni la peatonalización, ni el carril bici, ni Las Setas, ni las farolas de la Plaza del Pan, ni la ordenación de la Puerta Jerez, ni el estrechamiento de las calles, ni la conversión de la Catedral en un museo turístico que nos cierra el Patio de los Naranjos.
En Sevilla sería revolucionario parar de una vez y para siempre la máquina de ideas geniales. Por favor, no inventen más. Pero no paran, no paran. Como el altar de Corpus de la Plaza: "Cambio plata antigua por conglomerado". ¿Y el azulejo de la zapata de Triana? ¡No toquéis más la rosa, joé! Una manita de pintura y a juí, que nos quieren poner aquello como una portería de Los Remedios, con su cuadrito de azulejos imitando la Sevilla antigua, o como uno de estos bares nuevos recién "restaurados" con mucho mural cerámico, mucho Murano y muy poca vergüenza.
El Ayuntamiento quiere que le transfieran las casas del Patio de Banderas. Lo mejor que le puede pasar al Patio de Banderas, como a Sevilla toda, es que lo dejen como está y se dejen de genialidades y gilipolleces. Que , como siempre, conserven el Patio de Banderas sus vecinos, los refinados vecinos que lo habitan, los que de verdad le dan vida y autenticidad. No quiero más museos, museítos, centros de interpretación u oficinas inútiles para colocar parientes o paniaguados con carné. Pueden poner el Patio de Banderas de metacrilato y acero. De mamarracho y oro. Todo tan nuevo, tan de escaparate. Que no, que no... Me gustan los desconchones que se encalan cada verano. Y los jaramagos entre las tejas. Yo quiero ver la ropa tendida en las azoteas, los niños yendo al colegio, quiero atisbar el misterio de los patios adivinados a través de las rejas, con sus macetones de barro vidriado, sus quencias, sus pilistras, sus arcones antiguos, sus cuadros oscuros de santos por las galerías, sus velas corridas que lo convierten en un paraíso íntimo, que invita a la siesta del abaniqueo con pericón. Ese bendito sopor de la mecedora de caoba de Cuba que nos reconcilia con nuestro pasado, con la ciudad de siempre, de los abuelos de nuestros abuelos, de las damas románticas que suspiraron por Lord Byron cuando vino a Sevilla, de las cruces de mayo en las casas, de mantones y pianillo, de las ingenuas jovencitas burguesas que se confesaban con Muñoz y Pabón y querían casarse con un tenientito guapo del Regimiento de Taxdirt.


 

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