ANTONIO BURGOS | MIS MEJORES RECUADROS


Nocturno del tranvía

 En estas noches de calor os echo de menos, viejos tranvías, amarillos tranvías de Sevilla, que fuisteis en una pieza la Marbella y la Matalascañas de nuestra infancia... ¿Cuántas horas de fresco no pasamos paseando de noche en el tranvía, echando fuera la calor de Sevilla en el tranvía? Tranvías nocturnos de una Sevilla con pianillos, con coches de caballos, con chaquetas blancas, con zapatos blancos y marrones, con puestos de higos chumbos, con cines de verano en los barrios.
La casa estaba, desde el atardecer, con los balcones abiertos. Las puertas de los cuartos estaban abiertas con la ciencia infusa y exacta que producía la corriente de aire necesaria en el comedor, la conveniente en el cuarto de la cama de matrimonio... Los esterones de la fachada de más calor, las persianas de los balcones de la más umbría, estaban recogidos. Ya se habían acallado los vencejos, desprendían toda la calor del día las piedras de la Catedral. Enrique Vila ya había dado la crónica de la corrida de San Fermín, quizá con aquella cornada tan grave de Rafael Ortega. Y era que todavía no había llegado el día de la
Virgen del Carmen y todavía no nos podíamos ir a Rota a tomar los baños:
—¿Por qué no te llevas a los niños a dar una vueltecita en el tranvía para que tomen el fresco?
Y allá que íbamos, apanarrados de la calor, a tomar el fresco en el tranvía. Con mucha suerte conseguíamos que nos dieran una horchata en Fillol o un helado al corte; naturalmente un helado al corte para cada dos de nosotros, que los cortaban en un triángulo que mermaba nuestra avaricia con aquel cuchillo romo, siempre chorreando de levantinos olores de tutifrutis y turrón...
El tranvía paraba en el Coliseo España o paraba en la Lonja, o paraba en Casa Guardiola. Igual que ahora el mundo se te abre en el verano en el folleto de Mundicolor, antes la única aventura para nuestras pobres infancias de trajes vueltos era la variedad de las tablillas de los tranvías que podíamos coger para tomar el fresco. La tablilla blanca, cruzada en aspa, del tranvía de los Hotelitos del Guadalquivir. La tablilla roja con letras blancas del tranvía de la vuelta a la redonda, que entraba por la Correduría y que salía por San Julián, pasando siempre, uy, que parecía que no pasaba, junto a la esquina ladrillada de la iglesia de San Hermenegildo. La tablilla blanca con las letras rojas del otro tranvía de la redonda, el 2, el que daba la vuelta al revés y que paraba delante de la Casa Realito. O la tablilla verde y marrón del tranvía del Cerro. O la tablilla blanca con letras negras del 3, el de Eritaña.
El más fresco era el de los Hotelitos del Guadalquivir. Se cogía en el Banco de España. Pasaba por Hernando Colón, por el Triunfo, el Coliseo... En el Foso empezaba el fresquito, ya empezaban a agitarse las lonas color albero de las cortinillas. Sonaba el tren siempre que se llegaba al paso a nivel del río. Después se metía por detrás del Instituto Murillo, como por una selva. Y aquello era ya el delirio. El tranvía sonaba entonces como un tren, y todos nos hacíamos la ilusión de que ya había llegado el día de la Virgen del Carmen y que ya íbamos para los baños. Seguía hacia el Pabellón Vasco, o hacia Automovilismo, donde nos quedábamos ya dormidos, entre el traqueteo y el fresco de la noche de Sevilla, abierta al río, donde sonaban las lentas, largas, tristes sirenas de los barcos que levaban anclas aprovechando la marea alta y pedían puente en la Corta...
¿Qué hora era cuando despertábamos en el tranvía? Las bombillas de bayoneta nos parecían, con nuestro sueño, más pálidas que nunca. Nos cogían en brazos para bajarnos del tranvía. Como siempre que esperamos un gran gozo, el sueño nos había vencido en el disfrute de la vuelta del tranvía... El tranvía era nuestra cuna de sueños e ilusiones en estas noches de julio en que, como todavía no era la Virgen del Carmen, aún no podíamos ir a tomar los baños...


 

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