LE están
poniendo al puente, rojas, amarillas, verdes, blancas, las
banderitas gitanas de la Velá, y ya hay en el Altozano
bombillas como de feria de pueblo esperando puestos de
avellanas verdes y huesos de pollo que se tiren por las
ventanas. El río está también esperando la espuma de las
zambullidas de los muchachos de la cucaña, y sobre el
lanchón arenero que ya aguarda en la banda de la calle Betis,
la tarde, que cayendo está, dando las últimas boqueadas de
luz sobre la cal de la plaza, toma el trofeo del blanco
pañuelo que se seca el sudor ante las taquillas.
Tras la ventanilla, hoy sin reventa, hoy sin almohadillas de
color albero compradas en El Rastrillo de Jerez con un
hierro ganadero de la carretera de Medina bordado, está el
viejo taquillero. Lo conoces de cuando salía de acólito en
el Gran Poder, llevando un cirial, sin que le importara un
bledo Sevilla ni el qué dirán, que tal era su promesa al
Señor. Sabes que tiene paladar y gusto fino para que le
puedas pedir:
--Dame una grada de sombra con derecho a Giralda...
Y te abre, San Pedro de los tacos de localidades, las
puertas del alto paraíso. Subes las escaleras que te
recuerdan las que hizo Valbuena el arquitecto para el
servicio de la Casa de Pilatos. Sales al callejoncito que
entusiasmaba a Antonio Díaz Cañabate, esa callecita que
lleva a la grada 3, a la grada 5, a los tricornios del
piquete de guardias civiles y a las mangas de camisa de la
banda de Tejera. Al Caña le recordaba este callejoncito una
calle de Arcos de la Frontera. Son los prodigios de Sevilla.
Atraviesas una puerta con calamocha de corral antiguo, y
tienes para ti solo, qué bien te abrió San Pedro el paraíso,
todos los grabados del siglo XIX. Está el arco, están las
columnas, está la barandilla del balconcillo, está, abajo,
el ruedo; está, allá al fondo, el palco de la Diputación, y
está, a lo lejos, sobre un cielo de atardecer, única,
solemne, la Giralda, alzándose sobre un galeón de piedra que
hubiera llegado esta tarde al Arenal, con los navíos de la
flota de la Carrera de Indias.
Está la plaza aún casi vacía, sólo llena por la calor de
flama que despiden los ladrillos. La arquería de las gradas
te trae a tu lado el clarinete que un maestro de la banda
está afinando, allá a lo lejos, junto a la reja que,
Pirineos de las clases sociales de Sevilla, nos separa del
sol. Hay por el callejón un rebullir de nervios y de
guayaberas; cubos de fanta fresquita, la fanta, vienen y van
por los tendidos. Hay un silencio de plaza de pueblo, es
como si el atardecer de la plaza de San Lorenzo se hubiera
metido por un portalón de la calle Adriano y hubiera
comprado un sol alto buscando la fresquita. Y te acuerdas de
un ganadero que vivía junto al Compás de las Mercedarias, y
mirando la Giralda, te parece que a ella le dedicara sus
versos en este anochecer de tanta calor: "Resquebrajada la
torre,/ tira al viento mil quejidos/ de vencejos y aviones,/
de lechuzas y cernícalos".
Y en esto suena el pasodoble, y salen las cuadrillas, sin
picadores, con un solo tiro de mulillas. Hay algo de primera
comunión sin estampítas ni carteles de mano en el paseo de
esos muchachos. Luego, cuando los novilleretes vayan
tornando capotes de nervios y de querencias, se encenderá la
torre, se encenderá el reloj. Te parecerá que estás en una
tarde muy lejana, cuando debutaba en una nocturna un
muchacho rubio de San Bernardo. El reloj seguirá marcando
con sus luces la hora antigua del verano de Sevilla. Y te
parecerá que se ha venido desde un ayuntamiento de pueblo
este encendido reloj consistorial, a ver debutar sin
caballos al hijo de un municipal que es muy buen aficionado.
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