Bueno, que no
me vengan los oficiantes del falso rigor diciendo que doña
María Coronel no se desfiguró el rostro con aceite hirviendo
cuando don Pedro el Cruel la requirió de amores. Que no me
vengan como siempre los rigurosos de la historia con el
papel de lija de borrar las más bellas leyendas de Sevilla.
En estas horas de incertidumbres, lo único entero, pleno y
verdadero es la belleza de la leyenda, a saber: don Miguel
Manara fue don Juan Tenorio; la Giralda no se cayó en el
terremoto de 1755 gracias a que aguantaron Santa Justa del
lado de Sevilla y Santa Rufina del lado de Triana; a la
Virgen de los Reyes la hicieron unos ángeles mancebos que
por aquí acertaron a venir; el Hombre de Piedra está allí
empotrado en el muro porque no se arrodilló ante el
Santísimo, y que tomen nota los descamisados y los mitrados
de cuanto puede ocurrirles si no se arrodillan en Jueves de
Corpus; los seises se han de acabar el día en que sus ropas
estén deshilachadas de puro viejas; al Cachorro le entran y
le salen los ratones por la boca; la calle Sierpes se llama
así por una que se comía a los niños crudos y que, en
matándola, hizo que un esclavo alcanzara la llana condición
de liberto...
Estas son las certezas de Sevilla, a las que les hemos hecho
la prueba del nueve del olor de una moña de jazmines, del
sonido del cántaro de unos campanilleros, del tacto del
cinturón de esparto de una túnica que planchaba una madre.
En ninguna de estas leyendas cabe la menor duda. Dejemos las
dubitaciones para todo lo demás, para los hechos que se nos
quieren presentar como ciertos y que quizá no lo son ni en
la mente de quienes los pensaron.
Y tan es así, que no solamente doña María Coronel se
desfiguró la cara con aceite hirviendo, aceite del olivo de
Minerva, aceite del huerto de los olivos de Montesión,
cuando don Pedro el Cruel, que venía de ver a la vieja del
Candilejo, celestina de las noches con rodillas que crujían,
la requebró de amores; no solamente se desfiguró el rostro
aquella hermosa hembra, sino que Sevilla se quedó con la
copla y tomó de ella ejemplo y ejecutoria.
En este día de diciembre han bajado a decírmelo los ángeles
mancebos que hicieron de cosarios de la corte de París para
traernos a la Virgen de los Reyes. En este día de diciembre
me lo ha confirmado don Miguel de Mañara con el silencio del
lenguaje de unas rosas. En este día de diciembre me lo ha
asegurado con un tiento del cuarto tono Maese Pérez el
organista.
Que fue que Sevilla, requebrada de amores por quienes
querían conquistarla, que la creían mujer fácil y amante de
una sola noche, tomó el aceite hirviendo de los puestos de
calentitos de la madrugada; el aceite hirviendo de los
pavías de Enrique el de la calle San Jacinto; el aceite
hirviendo de freír pedacitos en las Pescaderías Gallegas, y
se lo echó en el rostro. Aceite hirviendo sobre las columnas
de los patíos de los palacios; aceite hirviendo sobre los
torreones de las esquinas de las grandes casas; aceite
hirviendo sobre los compases de los conventos; aceite
hirviendo sobre los balcones de palo de los corrales de
vecinos; aceite hirviendo sobre el hierro con macetas de
geranios de las ventanas de San Julián; aceite hirviendo
sobre las barreduelas con losas de Tarifa; aceite hirviendo
sobre la plaza del Duque; aceite hirviendo sobre las recovas
de la calle Imagen... Querían conquistarla, pero ella
voluntariamente se desfiguró, y se recluyó de por vida en el
secreto de un baile de seises, en la clausura de unos nardos
de agosto, en la celda del romero de junio, en los maitines
de una madrugada de ruán y terciopelo verde.
No lo digáis a nadie, pero no otra sino Sevilla misma fue la
que se desfiguró el rostro con el aceite hirviendo de una
piqueta, para no entregarse más que a quienes la amaban
secretamente, aun contrahecha su natural belleza. No lo
digáis a nadie, pero don Pedro el Cruel siguió secretamente
amando a doña María Coronel cuando la cara se quemó con
aceite. Del mismo modo, nosotros seguimos secretamente
amando a esta Sevilla que se desfiguró el rostro para no
entregarse más que a los que se beben los vientos por su
aire.
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