En cuanto abrió
el balcón se dio cuenta de que sobraba ya en la salita el
olor a alhucema de la copa, que sigue siendo de cisco picón,
en aquella casa, como él dice, gracias a Dios no ha entrado
el brasero eléctrico, siguen en la grata, calentita
duermevela de la siesta de mesacamilla, butacón y badila,
con el televisor muy bajito como una nana que los tiempos
trajeran a aquella casa de los viejos relojes firmados por
Sanchís, y el cuadro de Fernando Tirado, y las pilistras del
patio, y el 1887 campeando en el hierro de la cancela, casa
de antigua consulta de médico, como para salir de ella
vestido de nazareno del Silencio o del Gran Poder, o todo lo
más de la Quinta Angustia, casa del barrio de San Vicente
con la cochera donde, cuando en la ciudad no había apenas
automóviles, entraba todas las tardes el viejo Studebaker
del padre que, solo, se sabía el camino de las visitas de la
iguala, de la casa de socorro de la calle Alhóndiga y del
Hospital Central. Abrió el balcón y pensó lo que nos gusta a
los sevillanos ventilar las casas, poner las alfombras sobre
los hierros de los balcones, llevar la ropa arriba a la
azotea a blanquearla de sol y de lejía; lo que nos gusta a
los sevillanos un aire, que hasta le dedicamos una calle en
la más alta Roma de la memoria.
Y en cuanto abrió el balcón, la luz le dijo al friolero
sevillano que ya sobraba el olor de la alhucema, y hasta el
abrigo del perchero. La luz en Sevilla dice muchas cosas, es
el mejor almanaque que la ciudad tiene. Y la luz le dijo, de
golpe, que la ciudad estaba a punto de pisar los umbrales de
sus anuales glorias. Fue entonces que pensó que había
llegado la hora de cumplir con el rito de todos los años,
rito que repite desde muchacho cuando ve que la ciudad, tan
bella, es una mujer que al despertase se ha puesto ante el
espejo del río los afeites de esta luz inigualable. El
sevillano friolero y clásico se echó a la calle, por primera
vez a cuerpo desde Tosantos, y se encaminó hacia la plaza
del Museo. Mirando iba por los árboles, como quien un
prodigio busca, que en sus hojas veía ya reflejarse con
mayor limpieza que hace apenas dos días el sol que por la
calle de las Armas llegaba. Y por Bailén siguió, a mirar por
los árboles de la calle Canalejas, que ya tenía una luz de
torero ante un cochecuadrillas en la puerta del Colón. Nada
encontró, como no lo halló luego por San Pablo, cuando, tras
entrar un momento en la Magdalena a rezar a la Quinta
Angustia de su Virgen (el ola de un avemaría y el adiós de
una salve, nada, una visita de cortesía a una vieja
conocida), siguió por Méndez Núñez, a la plaza, y anduvo
rebuscando primero por la acera del Hotel Inglaterra, donde
de niño le traían a ver desfilar a los requetés, y luego por
el andén, con la memoria de cuando eran cuatro gatos, él, su
novia y cuatro amigos, los que venían a ver a la Virgen del
Museo por esta acera sin cables del tranvía.
Desesperanzado estaba en su búsqueda, porque tampoco allí
encontró lo que quería, cuando, ya de vuelta al barrio,
después de las paraditas habituales de los conocidos de la
calle Sierpes, llegó al Duque, y entre tenderetes de
vendedores y olor a cueros marroquinos iba perdiendo su
esperanza. Entró aún a San Antonio Abad, por el compás de
promesas de las velitas rojas del Silencio, y salió por la
puerta de General Moscardó. Y tampoco lo halló, por lo que
volvió al corazón del barrio. Y a la puerta casi de su casa
estaba cuando allí, en la calle Cardenal Cisneros, se
produjo el hallazgo de cuanto la luz del balcón abierto le
hizo barruntar. En el naranjo, el primer azahar de la
ciudad. Ayuda pidió a un zagal que pasaba para que le
alcanzara aquella rama con aquellos seis brotes. La cortó y
amorosamente la cogió entre sus manos. Llegó a su casa,
buscó a su mujer en la cocina y se la dio:
--- Mira, Carmen, te traigo como todos los años el primer
azahar...
Y como todos los años por este tiempo, por esta luz, novia
otra vez de internado y uniforme, Carmen se volvió a
emocionar como la vez primera.
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