Me ha devuelto
el correo, Carmelita, la tarjeta que te puse cuando me
enteré de la muerte de tu madre, y he entendido la magia del
azar, pues comprendo que alguien me estaba diciendo que
abriera ese sobre, y que aquí te dijera, ante Sevilla, lo
que a pluma y con el corazón iba puesto. Que, bien
entendido, todo ha sido mágico, pues el tiempo no sabe de
esos polígonos y esos bloques de donde la carta me ha
llegado devuelta, con esa sentencia del olvido que el
cartero escribe y que pone: «Desconocida en estas señas.»
Por eso yo, Carmelita, cojo de nuevo recado de escribir, lo
meto entre las Cuatro Esquinas de San José de estas dos
columnas de Hércules, y te lo vuelvo a enviar, que el
corazón me dice que a tu madre, a aquella sevillana de la
Macarena, el corazón de la gente no la dará por desconocida
en estas señas de la memoria.
Ya la Macarena no pasa por donde estaba vuestro corral de la
calle Torrigiano. Pero aquella mujer macarena que ya no está
seguirá para siempre en mi memoria en aquel corral. Tu
madre, Carmelita, venía a casa a echar medios días de
lavado. Me acuerdo ahora de sus manos, ennoblecidas por el
trabajo, de plata en el ojo de la colada, la ceniza y el
azulillo. Me acuerdo de su voz cuando se acercaba la gran
noche de Sevilla:
-—Que no dejéis de venir a mi casa a ver pasar a la Virgen,
que desde allí se ve divinamente, vamos, como te estoy
viendo yo a ti...
Íbamos a vuestra casa, que palacio era porque tan cerca
tenía en la fugacidad de una lágrima a la Reina del barrio.
Era una mañana de alegría y de fiesta, todo el barrio
endomingado, que estrenabais los macarenos el Viernes las
ropas que los sevillanos ya nos habíamos puesto el Domingo.
Veo ahora, Carmelita, a tu madre, en la puerta del corral,
esperándonos. Veo ahora la breve sala y alcoba, la mesa de
camilla, la repisa con la radio de cretona, un retrato de
primera comunión enmarcado en Cecilio del Pueyo, un
almanaque, mucha limpieza, mucha pobreza, pero mucha
dignidad, mucha nobleza del trabajo, de aquellas manos
plateadas por la lejía de los medios días de lavado, por la
rudeza de la madera del refregador.
Y nos sacabais una botella de aguardiente, y nos sacabais
una fuente de pestiños, y venían gritos desde los balcones
colgados con colchas nupciales, y entraba al patio el primo
de una que era armao y que nos anunciaba, como un ángel
macareno con las plumas de las alas en el penacho de
aguardiente y madrugada, que la Virgen ya venía por la calle
Parras. Y después, lo recordarás, el tiempo transcurría
breve, entre tambores que se iban acercando y nazarenos de
terciopelo antiguo que se iban hacia el recoveco por donde
la calle salía al Hospital Central.
Y era un instante, incienso, palmas, gritos, lágrimas, varas
doradas, sonidos del pertiguero, sólo un instante, y cuando
nos dábamos cuenta, ya estaba allí la Virgen, detrás de la
reja de la cama de matrimonio y la mesa camilla, como si
fuera una Muchacha que viniera a pelar la pava con el
barrio, con estas viejas casas que nombre le dieron al
barrio. Y tu madre, Carmelita, con todo lo que había estado
esperando la fugacidad de aquel instante, tan digna, tan
señora en la nobleza de la lejía, se retiraba, y nos dejaba
el mejor sitio de aquella reja, para que la viéramos como
ella quería que la viéramos.
Yo hoy, Carmelita, sigo en aquella vuestra reja de la calle
Torrigiano, por donde nunca ha dejado de pasar en la memoria
el paso de la Macarena, entre sabor de aguardiente y olor de
pestiños, entre cretonas de un mariquita del corral y gritos
de uno borracho que trabaja en el muelle. Yo hoy, Carmelita,
compruebo una vez más que desde aquí, desde la sala y alcoba
de la calle Torrigiano, se ve a la Macarena divinamente. Y
como se ve divinamente, soy yo hoy el que me pongo detrás,
junto a la radio, junto al almanaque, junto a la botella de
anís, y dejo aquí a tu madre, a la que venía a casa a echar
medios días de lavado. Ella sí que ve ya a la Macarena
divinamente.
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