Cuando estoy
unos días lejos de Sevilla, sin poder leer el periódico, me
da miedo coger el montón de números atrasados. Porque no sé
si a usted, sevillano, le pasa como a mí: que cuando está
unos días lejos, vuelve y coge los periódicos atrasados, se
dice para sus adentros, hojeando el periódico por atrás, por
las esquelas:
-—Veremos a ver quién se ha muerto...
Me daba el barrunto de que en estos días se tenía que haber
muerto una parte de Sevilla, hasta que me topé con su
esquela digna, de empleado jubilado de la Junta de Obras del
Puerto: «Rogad a Dios en caridad por el alma de don Fernando
Estévez Vizcaya...» Y debajo del nombre, como un título del
Reino, como un puesto en un consejo de administración, el
mote torero con que Sevilla lo conocía, «Silvestre», puesto
por la familia allí con el orgullo de la leyenda, conociendo
a Sevilla mejor que a Triana, de modo que si decimos que ha
muerto Fernando Estévez nadie se emociona, pero si decimos
que ha muerto Silvestre es un trozo de historia de la ciudad
al que decimos adiós.
Todo el mundo sabía que Fernando Silvestre había sido torero
bufo, formando pareja con El Maravilloso (Eugenio Noel
puro), pero muy pocos conocían al personaje que me causaba
respeto, a Silvestre como varón de dolores, que conoció en
sus carnes las venturas y desventuras de una Sevilla zafia y
muerta, ay, de las bromas de los señoritos y de la guasa del
vino de los señoritos. La gente sabía que Silvestre, con El
Loqui de Triana, con Joseliqui, estaba hasta las tantas por
las ventas abaos de lo que surgiera, para llevarse veinte
duros a su casa. Pero la gente no sabía que ese mismo
Silvestre se levantaba a las seis de la mañana para entrar a
trabajar en el muelle, como marinero de las dragas y
remolcadores de la Junta de Obras del Puerto.
Sería muy fácil escribir ahora que a la Sevilla de la
posguerra se le ha muerto el último pícaro. Tal era el
concepto que tenía de Silvestre. Hasta que, conociéndolo,
supe de su digna vida de oscuro trabajador del muelle. Aquel
día que arriesgó su vida en la barra de Sanlúcar, para
salvar la draga «Sonsoles».
Silvestre era un enamorado del río. El río se le llevó lo
que más quería: un hijo, que se le ahogó joven en sus aguas
de junqueras y vapores de la Vasco Andaluza. Había que ver a
Silvestre con la caña de un timón, recorriendo el río como
el cuerpo de una mujer amada, inventándose las gestas del
marino que, orilla de Triana, no pudo ser. La gente se reía
de Silvestre y a mí Silvestre me daba muchísimo respeto, más
que los señoritos juerguistas a los que hacía reír. Me
gustaba hablarle de usted y llamarle Fernando. ¡Cómo
agradecían que se le tratara así sus ojillos vivos, su
sombrerito de cuadros a lo Nat King Cole! Las mañanas de
Domingo de Ramos me lo encontraba siempre en El Salvador,
viendo los pasos. Y me recordaba el naufragio de Manuel del
Valle:
—Mire usted, ni las gracias me han dado, y eso que me decía:
«Silvestre, Silvestre, sálveme usted, que no sé nadar...»
Adiós, Silvestre... Te hemos abierto el puente de San Telmo,
porque te vas de Sevilla empavesado, como el barco que
quisiste mandar. Te cambiamos tu sombrerito de cuadros por
una gorra de capitán que tenga en oro el ancla de la
Esperanza de Triana. Y como letanía repetimos ahora aquellos
nombres del río que nos enseñaste: La Compañía, Los Acebes,
El Mármol, La Lisa, La Horcada... Tu barco, Fernando, con
qué grandeza está llegando a la Sanlúcar cuya barra le abre
la Esperanza a los trianeros del río...
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