A la
calle Arfe yo la conozco como si me hubiera parido, cuando
resulta que es al revés, que ella me parió a mí. Por Arfe me
llevaban de la mano cuando niño para ir a comprar los
calentitos y acompañaba a mi madre a hacer la plaza en el
mercado del Postigo, en aquellos sótanos del pescado,
siempre húmedos y oscuros, con las bombillas dando plata de
los mostradores a pescadillas y jureles. Y donde siempre me
subyugaba el ojo así como vidrioso, o tuerto, sin vida, de
Pepe el Pescadero, al que mi madre le compraba. El ojo de
Pepe el Pescadero me parecía siempre como trasplantado de
uno de aquellos pescados yertos y boquiabiertos que sobre el
mostrador tenía. Hablo de un Mercado del Postigo lleno de
vida, de un barrio de la calle San Diego, de Malhara, de
Pavía con vecinos y coplas por los balcones, y canarios en
sus jaulas, y zapateros remendones en los portales, y
aquellas escaleras centrales de la plaza llenas de mujeres
que bajaban y subían con los canastos donde guardaban lo
poco y para el día que habían comprado, en el obligado papel
de envolver: una atrasada hoja de periódico.
La calle Arfe parecía hasta hace poco de un pueblo. Era lo
bonito. Mi natal calle Bayona, vulgo Federico Sánchez Bedoya,
como Sevilla toda, tenía dos caras. Tú tirabas hacia un lado
y te encontrabas con la Catedral y, en la Avenida, con una
gran ciudad. Pero tirabas para el otro lado, hacia el río, y
cuando pasabas el Arquillo de los Resbalones y la lechería
de su interior te encontrabas con un pueblo, con el puesto
de carne, el polvero, la taberna de aserrín y moyatosos de
fandanguillo, la frutería, la peluquería de señoras, la
abacería, la alpargatería, el despacho de pan y tortas.
Arfe era una calle de pueblo que se ha conservado así hasta
hace apenas unos años, en que le ha llegado la marea de los
bares. Sus comercios tradicionales han ido desapareciendo
uno tras otro, traspasados para bares de copas elegantones,
y hasta para un local de fumadores. Primero cayeron los
comercios, y donde, por ejemplo, estaba Manolo el de los
Huevos con su mural de las gallinas picoteando en un corral
abrió una refinadísima Infanta, pero no Infanta de España,
sino Infanta de la calle Dos de Mayo trasladada a Arfe.
Luego empezaron a caer las tabernas de toda la vida, los
bares de siempre. Se ha convertido la calle Arfe en un
curioso centro de botellona pija y diurna, donde pasas a las
4 de la tarde y te encuentras con la acera atiborrada de
señores con pinta de ejecutivos, muy trajeados y
encorbatados. Hacen botellona de pago, copa de balón en mano
con el yintónic tela elegante, tónica traída directamente
desde el árbol de la fiebre y ginebra escanciada del que
parece un frasco de colonia. --PUNTOAPARTE--
La botellona pija y diurna de la calle Arfe se acaba de
cargar la frontera de Sevilla con Triana, que estaba
exactamente en la esquina de la Puerta Larená, en el bar Los
Príncipes. Bar con aficiones de taberna o taberna con
aficiones de bar, casi más trianero que sevillano. Con clase
popular y solera de barrio. Con las paredes llenas de
carteles y estampas de Cristos y Vírgenes del Arenal y de
Triana. En Los Príncipes parecía que siempre estaban
esperando que pasara El Cachorro. Y mientras pasaba o no,
esperaban que, puntual como en sus tiempos Ventura el
alguacil, otro del barrio, saliera el arroz a la 1 exacta de
la tarde. En Los Príncipes pedías la sangre encebollada que
en paz descanse. Asaban unas sardinas a las que presentaban
respetos los espetos de Málaga. Los Príncipes fueron
destronados por la marea pija de la botellona diurna de la
calle Arfe. Ahora han puesto un bar de copas moderno,
repetido, todo muy negro y cursi, hasta con lámparas de
falso Murano, cual el Ex Laredo. Se llama El Gallo Negro. El
Gallo no por Joselito, por San Pedro y las negaciones y
lágrimas de la calle Arfe. Y Negro porque le guarda luto a
la pueblerina y popular calle Arfe que en gloria esté.
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