ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Príncipes destronados

  A la calle Arfe yo la conozco como si me hubiera parido, cuando resulta que es al revés, que ella me parió a mí. Por Arfe me llevaban de la mano cuando niño para ir a comprar los calentitos y acompañaba a mi madre a hacer la plaza en el mercado del Postigo, en aquellos sótanos del pescado, siempre húmedos y oscuros, con las bombillas dando plata de los mostradores a pescadillas y jureles. Y donde siempre me subyugaba el ojo así como vidrioso, o tuerto, sin vida, de Pepe el Pescadero, al que mi madre le compraba. El ojo de Pepe el Pescadero me parecía siempre como trasplantado de uno de aquellos pescados yertos y boquiabiertos que sobre el mostrador tenía. Hablo de un Mercado del Postigo lleno de vida, de un barrio de la calle San Diego, de Malhara, de Pavía con vecinos y coplas por los balcones, y canarios en sus jaulas, y zapateros remendones en los portales, y aquellas escaleras centrales de la plaza llenas de mujeres que bajaban y subían con los canastos donde guardaban lo poco y para el día que habían comprado, en el obligado papel de envolver: una atrasada hoja de periódico.
La calle Arfe parecía hasta hace poco de un pueblo. Era lo bonito. Mi natal calle Bayona, vulgo Federico Sánchez Bedoya, como Sevilla toda, tenía dos caras. Tú tirabas hacia un lado y te encontrabas con la Catedral y, en la Avenida, con una gran ciudad. Pero tirabas para el otro lado, hacia el río, y cuando pasabas el Arquillo de los Resbalones y la lechería de su interior te encontrabas con un pueblo, con el puesto de carne, el polvero, la taberna de aserrín y moyatosos de fandanguillo, la frutería, la peluquería de señoras, la abacería, la alpargatería, el despacho de pan y tortas.
Arfe era una calle de pueblo que se ha conservado así hasta hace apenas unos años, en que le ha llegado la marea de los bares. Sus comercios tradicionales han ido desapareciendo uno tras otro, traspasados para bares de copas elegantones, y hasta para un local de fumadores. Primero cayeron los comercios, y donde, por ejemplo, estaba Manolo el de los Huevos con su mural de las gallinas picoteando en un corral abrió una refinadísima Infanta, pero no Infanta de España, sino Infanta de la calle Dos de Mayo trasladada a Arfe. Luego empezaron a caer las tabernas de toda la vida, los bares de siempre. Se ha convertido la calle Arfe en un curioso centro de botellona pija y diurna, donde pasas a las 4 de la tarde y te encuentras con la acera atiborrada de señores con pinta de ejecutivos, muy trajeados y encorbatados. Hacen botellona de pago, copa de balón en mano con el yintónic tela elegante, tónica traída directamente desde el árbol de la fiebre y ginebra escanciada del que parece un frasco de colonia. --PUNTOAPARTE--
La botellona pija y diurna de la calle Arfe se acaba de cargar la frontera de Sevilla con Triana, que estaba exactamente en la esquina de la Puerta Larená, en el bar Los Príncipes. Bar con aficiones de taberna o taberna con aficiones de bar, casi más trianero que sevillano. Con clase popular y solera de barrio. Con las paredes llenas de carteles y estampas de Cristos y Vírgenes del Arenal y de Triana. En Los Príncipes parecía que siempre estaban esperando que pasara El Cachorro. Y mientras pasaba o no, esperaban que, puntual como en sus tiempos Ventura el alguacil, otro del barrio, saliera el arroz a la 1 exacta de la tarde. En Los Príncipes pedías la sangre encebollada que en paz descanse. Asaban unas sardinas a las que presentaban respetos los espetos de Málaga. Los Príncipes fueron destronados por la marea pija de la botellona diurna de la calle Arfe. Ahora han puesto un bar de copas moderno, repetido, todo muy negro y cursi, hasta con lámparas de falso Murano, cual el Ex Laredo. Se llama El Gallo Negro. El Gallo no por Joselito, por San Pedro y las negaciones y lágrimas de la calle Arfe. Y Negro porque le guarda luto a la pueblerina y popular calle Arfe que en gloria esté.
 

 

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