ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Romance del Adobo

Atención, presten, señores, a este romance sencillo. Un romance con aromas, con perfumes exquisitos, con fragancias sevillanas que el Chanel número 5 se queda prácticamente a la altura de un pepino, como se queda Estee Lauder y se queda Valentino, y se queda Issey Miyake, y se queda hasta Moschino, y ese de Carmen que hicieron Don Victorio y Don Luchino. Los que saben de narices, los doctores otorrinos, señalan en sus congresos que no hubo olor tan fino que pueda ser comparado con este sobre el que rimo. Olor que en sus propiedades hasta abre el apetito y ganas de más comer da al saciado y al hartito. Y nada digo, señores, si quien huele está canino y le cantan en las tripas cornetas y bombardinos, y a eso de las doce y media resulta que su camino pasa por calle Velázquez, y desde Blanco Cerrillo le viene la vaharada como un incienso divino, como gloria de los mares y loor de los olivos, le viene el olor a adobo de los boquerones fritos.

Por la esquina de Rioja ya se huele este prodigio si vienes de la Avenida pegándote un paseíto. Y si es sentido inverso, hasta la Casa del Libro llegan efluvios intensos del olor grato y riquísimo, prodigio de las cocinas y de las barras prodigio, milagro de cada día, milagro sevillanísimo, como si allí fuera siempre el Lunes del Pescaíto, con tu concha de altramuces y con tu tinto fresquito.

Las lenguas antiguas cuentan, cual el Sevilla en su himno, la historia de esta taberna que está ya pidiendo libro. La fundó en el 26 don José Blanco Cerrillo en la Casa La Moneda, donde El Pali de chiquillo aprendía sevillanas, riá pità de palillos, y donde Rechi igualaba cuatro pateros muy finos, que más que de hacer monedas era casa de vecinos, donde debajo del arco estaba lo que les digo: el sitio fundacional de este templo del buen vino, del mosto del Aljarafe y del jerezano fino, y a la mañana, anís seco pá matar el guasanillo, y esa cruzcampo fresquita tirada con gran cariño, con espuma deliciosa, como un oleaje íntimo. Extendióse por Sevilla, imperio poderosísimo, la cadena de tabernas, incluso cruzando el río: a República Argentina, más allá de Capuchinos, al final de la Cruz Roja, en la Güertajierro mismo. Más la bandera del arte está por donde hemos dicho; está en José de Velilla, que es el que vela el prodigio de este incienso de los mares que siempre celebra el triduo y mantiene en su pureza, como un culto, como un rito, el heredero de aquello: se llama José Francisco, y son sus dos apellidos el de Blanco y el de Trujillo.

Yo les alerto, señores, que ese olor está en peligro. El nutricio olor de adobo hay quien quiere suprimirlo. La gente sin paladar, sin sevillano sentido, ha denunciado a este hombre, al señor Blanco Trujillo. Y lo peor de este caso: no se sabe quién ha sido el que quiere que se aplique rigor administrativo de olores y chimeneas, de extractares y de tiros, al rito tan sevillano de que huela a paraíso, que huela a gloria bendita, a ese perfume exquisito. Señor Juan Ignacio Zoido: por Sevilla yo le pido, saque pañuelo naranja y que indulte usted ya mismo a la gloria del adobo trasminando con sus fritos; que se le haga excepción a Vuecencia yo suplico. Con la Ordenanza de Olores haga usted espárragos fritos, que ese olor es poesía, ¿ese olor?, ¡asunto lírico!, que debe estar por encima de reglamentos y edictos. Y además, los que protestan, son unos recién venidos. Que cuando ellos llegaron ya estaba allí el olorcito; antes de que ellos vendieran cuatro trapos de los chinos pegando el timo que pegan con los precios baratísimos, ya estaba dando su aroma de los siglos y los siglos el adobo sevillano que San Fernando nos fizo.

Unámonos, sevillanos: ¿por qué no se lo pedimos a la Unesco, que declare Patrimonio Historiquísimo, Patrimonio Inmaterial este olor sevillanìsimo? Recojan pliegos de firmas, que firme hasta el Giraldillo: indultemos al adobo, que nunca corra peligro, olor a gloria bendita, ese olor a paraíso. Boquerones en adobo, como un clamor yo ahora os grito. Que también Sevilla entera ahora lo grite conmigo: boquerones en adobo, ¡que viva Blanco Cerrillo!

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