ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Las manos del nazareno

A aquel pueblo mandó el cardenal como párroco a un joven cura de Sevilla, pero muy de Sevilla, de muy buena familia, con apellido ilustre de la ciudad, con antepasados protagonistas de su historia, presentes en los azulejos del callejero. Hombre simpático y abierto, cayó muy bien en el pueblo, con su pastoral de cercanía, tan del entonces reciente Concilio Vaticano II, de barra de taberna, capaz hasta de acordarse de los nombres de todos los feligreses y de sus motes pronuncibles. Y sabedor de lo que las cofradías representan en nuestra tierra, como hermano de la suya familiar de Sevilla que era desde el mismo día que lo bautizaron, pronto conectó con las hermandades del pueblo. Con la de gloria de la Patrona, la que organiza cada año la romería, y con las tres de penitencia, las que hacen que Jueves y Viernes Santos la gente del pueblo no vaya a Sevilla como el Domingo de Ramos, sino que se quede a ver la salida de Nuestro Padre Jesús, la gran devoción local, la que todos consideran una imagen por encima de todas las demás, sin los piques y porfías de las cruces de mayo.

La salida de la cofradía de Nuestro Padre Jesús es en ese pueblo como en Sevilla el Gran Poder, El Silencio, Los Gitanos y las dos Esperanzas en una sola pieza. Todo el pueblo vive ese rito de la Madrugada. Y cuando nuestro joven párroco llegó, le dijeron que era costumbre que el cura saliera presidiendo la cofradía. A lo que, con retranca de pueblo, algunos decían, incrédulos:

-- ¿Que Don José va a presidir la salida del Nazareno? Anda ya... Yo no me lo creo. Ya verás tú cómo cuando llegue la hora, éste se va Sevilla a ver a la Macarena, y a lo mejopr hasta para salir de nazareno allí, que es la hermandad de su familia de toda la vida y eso tira mucho.

Llegaron los ecos de las lenguas de doble filo a oídos del joven párroco, y habiéndose dado cuenta de la importancia que ese Cristo y su cofradía tenían en el pueblo, empezó a hacer correr la voz:

-- Quillo, que sí, que mi niño va a la catequesis y les ha dicho Don José que va a salir de Madrugada con el Cristo, pero no presidiendo la procesión, ni vestido de cura, sino de nazareno, como uno más, que él tiene una túnica negra porque en Sevilla salía también en Los Estudiantes.

-- ¿De nazareno va a salir Don José? Eso no se lo cree ni él. Éste se va a Sevilla en la Madrugada...

Y fue llegada la tarde del Jueves Santo. Y fue llegada la Madrugada. Y todos creían que Don José, tras los oficios, se había ido a Sevilla, para no perderse su Macarena. Hasta que a las 3 de la mañana tocaron las campanadas del reloj del Ayuntamiento y se abrieron rituales las puertas de la pequeña capilla del Nazareno para su procesión. De silencio, impresionante. Como una vieja cofradía de Castilla. Y entre los nazarenos iba, en efecto, pero de incógnito, el joven párroco postconciliar. De la esquina del lagar la voz corrió a la del molino, y de la esquina del Pósito a la posada:

-- Niño, que sí, que Don José va de nazareno con el Cristo...

-- ¿Y cómo saben que va, si es de silencio y no hablan?

-- Es que lo han conocido por las manos. Esas manos blancas suyas, tan blancas, sin un callo, de no haberles dado nunca el sol del campo y de no haber cogido en la vida un escardillo, no tienen más remedio que ser de Don José.

Y se ganó al pueblo por la mano. Por las manos del nazareno. Por sus blancas manos consagradas, manos de libros y de alzar el Cuerpo de Cristo. Por las manos conoce Dios también a sus nazarenos cuando, cruzadas sobre el cuerpo inerte vestido con la vieja túnica bajada del altillo, llegan ante Él a hacer la verdadera y última estación, que no es la de la muerte, que es la estación de la Vida definitiva.

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