ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 
ABC, 14 de junio de 2013
 
Dar la cabezá
 
Anda mi muy querido señor arzobispo, don Juan José Asenjo Pelegrina, sí, el que tiene nombre de árbitro, pero de árbitro de Liga BBVA, desde luego, de los buenos, de los internacionales... Anda el arzobispo, decía, reorganizando la curia diocesana y poniendo orden en la Iglesia de Sevilla, y hasta en el Cabildo Metropolitano. Lo que monseñor Asenjo está haciendo con la Iglesia es lo que yo muchos quisiéramos que Zoido, con sus 20 concejales, 20 y su mayoría absoluta, hiciera con Sevilla. Muchos deseamos que Zoido ponga a Sevilla de tal modo que se parezca a Sevilla, y no a la que estropeó Monteseirín, hartándose de cortar árboles, punto en el cual vuelvo a pedir desde aquí el indulto de los árboles de la calle Almirante Lobo, vía que está muy bien como está, sin que el Ayuntamiento derroche en ella 900.000 euros...que no tiene. ¿No estamos contra el aborto y contra la pena de muerte? Pues también estamos contra este aborto de Sevilla modelo Puerta Jerez que hizo Monteseirín y contra la pena de muerte a los árboles.

¿Qué iba diciendo, que con Zoido se me calienta el agua del radiador y se me va el San Fernando a los cielos que perdimos? Ah, sí, que Asenjo, al contrario que Zoido con Sevilla, está logrando el deseo de muchos: que la Iglesia Católica se parezca a la Iglesia Católica. No crean que es tan fácil, pues hasta hay por ahí grupos protestantoides y protestones que incluso le hacen "escrache" ante Palacio, pidiendo que la Iglesia bendiga las bodas de homosexuales y que los curas se puedan casar. El arzobispo, por ejemplo, ha conseguido que los curas de Sevilla vayan vestidos de curas y de no de terasmares. Salvo los del Opus (que yo creo que no se quitan la sotana ni para dormir, que usan pijama-sotana), antes, paradójicamente, en Sevilla sólo iban vestidos de curas los que no lo eran, los falsos: el de la parroquia de Pío XII que Asenjo mandó ir andando hasta La del Barquito en La Mano y los del Palmar de Troya, que andan también por allí cerca de Consolación de Utrera.

Ya que monseñor Asenjo tiene arrestos y voluntad pastoral para arreglar las cosas de la Iglesia, le sugiero algo muy sencillo, que sólo él puede remediar: el modo de dar el pésame a la familia en las misas de corpore insepulto y en los funerales en Sevilla capital. Cuando ha terminado una de estas misas funerales y te acercas a dar el pésame a la familia, ¡una de empujones, una de apretujones, una bulla! La familia, de momento, ante la que se le viene encima, se queda como atrincherada en sus primeros bancos. Y ahí viene el lío. Unos avanzan por el pasillo central; otros, por la nave del Evangelio; otros, por la de la Epístola. El palio de la Esperanza por la calle Parras no lleva delante tanta gente como la bulla de un pésame. Hay que echarle valor, codos y arrojo para llegar a besar a la pobre viuda, a abrazar al desconsolado hijo...

¡Con lo bien y ordenado que hacen esto en los pueblos! En los pueblos es una maravilla. Cuando llevamos a enterrar a mi suegra Ignacita a Guadalcanal, según la costumbre local colocaron la caja ante el presbiterio. Y tras la misa, a la hora del pésame, de la cabezá para despedir el duelo, que se dice en los pueblos, los de la familia nos colocamos detrás del ataúd, sobre las gradas del presbiterio. Y en fila india, formada según costumbre, de uno en uno, fueron los amigos y conocidos pasando para dar, eso, la cabezada, la inclinación de cabeza, desde lejos, sin cercanías ni sobeos. Nadie, por íntimo que fuera, osó acercarse al besuqueo, al toqueteo y al abraceo. ¿Se tiene por ello menos recuerdo por el difunto ni se da menos compaña en el dolor con la familia? En absoluto. La familia acaba agradeciendo que el pésame no acabe siendo como un camarote de los hermanos Marx a lo divino y fúnebre. En sus manos dejo acabar con las angustiosas bullas de los pésames, señor arzobispo. Imponga en Sevilla la norma de la ordenada cabezá de las parroquias de los pueblos. En peores plazas ha toreado vuestra excelencia reverendìsima, y ha cortado dos orejas, como con la clerecía de una Iglesia que no se parecía nada a la Iglesia.

 

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