ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 
ABC, 28 de junio de 2013
 
Lágrimas de San Pedro en el mejor cahíz
 
Fue el año pasado, tal día como hoy. Tal noche como esta noche. Veníamos Isabel y yo con Ana María Abascal de un acto, me parece recordar que fue en casa de los Salinas, la que está frente a la iglesia de Santa Cruz. Eran pasadas las 11 de la noche. Cuando bajábamos por la calle Mateos Gago, que se escribe Mateos Gago y se pronuncia Mateos Jago, y que a la sazón no estaba tan atiborrada de veladores, que no cabe ni un turista más comiéndose una paella a las 7 de la tarde ni una silla de terraza más, Ana María propuso que nos tomáramos una cerveza y esas tapas con las que el sevillano se cree que ya ha cenado. Íbamos a entrar en un clásico entre los clásicos: en el Bar Giralda, el único lugar del orbe católico donde antes de ir a la Real Academia de Buenas Letras puedes tomar café bajo la cúpula de unos baños árabes.

Íbamos a entrar al Bar Giralda, donde don Santiago Montoto se tomaba su última copita cuando del brazo de Daniel Pineda Novo iba de recogida desde La Punta del Diamante a su casa morada de la Borceguinería, racheando los pies cansados y con las paraítas para respirar y meterse con los canónigos, especialmente con Bandarán, o para despreciar el pasado más reciente:

-- ¡Pero si eso es de ayer por la mañana, Burgos!

Y como miré el reloj, y vi, junto a la hora, el día 28 del mes de junio que me señalaba la esfera, en vez de entrar en el Bar Giralda propuse:

-- Mira, hoy es día 28, víspera de San Pedro, y precisamente ahora, a las 12 de la noche, los de la Banda del Sol tocan las Lágrimas de San Pedro en las cuatro caras de la Giralda. ¿Por qué no nos sentamos mejor en esos veladores tela elegantes que hay en el restaurante de la esquina de la Plaza Virgen de los Reyes?

Y eso hicimos. Frente a la bullanguez y la paella intempestiva de los veladores de Mateos Gago, a mí siempre me habían inquietado para bien los veladores de esa esquina de la casa de pisos donde viven Pepita Saltillo y Miguel Lasso y Beatriz Valdenebro. Esos refinados veladores, no de bar, sino de restaurante sobrio, con sus manteles blancos e impolutos, tienen algo de romana Piazza Navona. Y que, oh dolor, casi siempre están vacíos, con un camarero al aguardo y ojeo de turistas en las escalerillas de la mismísima esquina que dan acceso al interior del restaurante.

Fue una de esas horas de gozo, secretas, íntimas, que brinda Sevilla de tapadillo a sus amantes y que no olvidas más, como un beso furtivo de mujer. Nos sentamos en uno de esos veladores limpios, elegantes, privilegiados, y adivinábamos por la Puerta de los Palos y por dentro de la Giralda el revuelo impaciente de vísperas por las rampas, los penachos de los cascos, las azules guerreras de los músicos de la Banda del Sol. Presentimos la ilusión, un año más, de quien salvó esta tradición, de Rogelio Gómez, que no se va a su verdiblanca Montaña hasta que han sonado en la Giralda las Lágrimas, de las que tengo dicho que son los clarines de la plaza de los toros a lo divino, que anuncian la salida del verano al albero de las viejas plazoletas de trompo y piola.

Al poco, se fue juntado gente en la plaza. Poca. La justa. Y empezó, oh, la maravilla: el primer toque de las Lágrimas por la cara meridional de la Giralda, con su lenta melodía como de vieja cofradía de barrio, toque de diana que despierta al verano. Esas mesas de la esquina de la calle Mateos Gago, en el mejor cahíz, son una privilegiada primera fila de barrera para ver salir esta noche el toro del verano a la Plaza, a la Plaza de la Virgen de los Reyes, cuando San Pedro llora en clarines por las cuatro caras de la torre más fuerte. Que es el nombre del Señor, que creó este prodigio de ciudad y nos da salud para gozarla.

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