ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


 
ABC, 19 de agosto de 2013
 
Mimi o el fin de una época
 
En aquel abril tricolor de España, tras la larga noche en un Hispano Suiza por las carreteras de los Firmes Especiales que había construido bajo la gobernación de Primo de Rivera, Don Alfonso XIII había llegado a Cartagena y embarcado en un buque de guerra camino del destierro. Y desde una Plaza de Oriente, ay, dolor, donde los manifestantes querían repetir la toma del Palacio de Invierno, por una puerta falsa, entre llantos de viejos alabarderos y lealtades de unos pocos íntimos, Doña Victoria Eugenia abandonaba Palacio. Camino de la estación de Galapagar, donde había de tomar el tren hacia Hendaya. De ese adiós a la Reina en Galapagar quedaron dos fotografías para la Historia de España que en parte terminaba allí. En el andén de la estación, sentado en un banco, solo, la imagen derrotada del Conde de Romanones. Y sobre las peñas del paisaje velazqueño, una niña rubia, que esperaba tomar con su padre el amargo tren de las lágrimas de la Corona, acompañando al destierro a su madrina. Esa niña se llamaba como la Reina, que la había sacado de pila en la Cámara Regia de Palacio: Victoria Eugenia. Esa niña rubia que está en las fotografías de la Historia sentada en una piedra de Galapagar y que se llamaba María Victoria murió ayer tarde en su Casa de Pilatos, en una Sevilla de abanicos de octava de la Virgen de los Reyes. --

Se llamaba María Victoria Fernández de Córdoba, pero se pronunciaba Mimi: Mimi Medinaceli. Ni ella misma recordaba a veces que se llamaba Victoria Fernández, como ponía en su carné de identidad y en su tarjeta del Corte Ingles. Una tarde en que como clienta la llamaban insistentemente por megafonía en esos almacenes ("Doña Victoria Fernández, acuda a caja principal", repetían los altavoces), le dijo a su fiel Bernardeta Vázquez Parladé, que la acompañaba: "Bernardeta, qué señora más pesada esta Victoria Fernández, cuidado que no acudir a esa caja, con lo que la están llamando."

Tenía un humor como importado de Londres. Un refinamiento como traído de Suiza. Y un aguante ante la adversidad que tanto la probó en la vida que era Castilla pura. Una gran señora en una gran época de España, sabedora de la responsabilidad de su título y de su Casa. ¿No dicen que los toreros son de otra pasta? Pues Mimi también era de otra pasta. De una pasta de siglos, de época, de valores, de lealtades. Y todo, sin darse la menor importancia, cumpliendo en toda su vida el viejo lema de la hidalguía: "Haz lo que debas, aunque debas lo que hagas". Lo hizo. Ayudada por Rafael Medina, aquel guapo muchacho de Pilas al que conoció una tarde de martinis de hotel de aviadores italianos y alemanes en la Sevilla de la guerra, a la que había llegado para instalarse en su Casa de Pilatos, para ser dama enfermera en los hospitales de sangre. El destierro, la guerra, la postguerra, la Sevilla desde la que mantuvo y engrandeció los destinos de la Casa Ducal de Medinaceli, es toda una época de España y de la ciudad de su elección la que tiene su fin con la muerte de Mimi Medinaceli. A la que nada humano le era ajeno, siempre optimista, siempre interesada por todo, lectora empedernida, oyente de radio, enteradísima de toda la actualidad hasta sus últimos días. Y sobrándole tiempo para ganar campeonatos de bridge. Y comiéndose por dentro el dolor. Tras la muerte de Rafael, aquel Duque de Alcalá que fue alcalde de Sevilla, contemplar, una tras otra, la de tres de sus cuatro hijos. Tú pones la vida de Mimi en el Teatro Romano de Mérida y Pemán le tiene que hacer la versión española, porque es una tragedia griega. A la que no le dio la menor importancia. Hacía lo que tenía que hacer y no se lo decía a nadie. Sirvió a su Rey, a su familia, a su Casa, a su ciudad, a España como en tonos pastel, toda delicadeza. Y siempre con una sonrisa. Ayer, cuando arriaban a media asta el pendón de los Medinaceli en la Casa de Pilatos, terminaba una época. Lo que siento, Mimi, es que hoy ya no me llamarás para comentar cómo ha quedado nuestro Betis, tras decirme aquello tuyo con tanta gracia británica: "Te llamo porque en Pineda los lunes nada más que puedo hablar del Betis con el conserje..."

 

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