COMO
diría don Eduardo Miura, había todavía un par de
garrochas de sol sobre el horizonte de Chapina. Aún
quedaba sobre el Cerro de Santa Brígida esa altura
campera del sol del atardecer, medida con la longitud,
tan de hombres, de una vara de majagua con la que tentar
hembras en campo abierto. Quiero decir que aún no
había saltado la marca que con los altos vencejos y con
el último toque de la Giralda viene río arriba desde
Sanlúcar, como un bergantín-goleta, o llega desde la
mar de Huelva atravesando un Aljarafe de viñas que ya
sueñan la granazón de la uva que dentro de unos días
veremos en la plata de la Custodia de Arfe.
Y allí junto al puente de San Telmo,
en los malecones del muelle de las Delicias, había un
revuelo de muchachos desnudos, antiguo y moreno, que me
hizo pensar que del mismo modo que está viva la Sevilla
de las crónicas guasonas de Galerín, también lo está
la cernudiana Sevilla de «Ocnos». ¿Qué mejor bronce
para Luis Cernuda que los torsos de escultura romana de
esos muchachos desnudos que habían dejado el revuelo de
sus ropas y sus sandalias sobre la piedra ostionera del
muelle, y nadaban por un río antiguo de barbos y
sábalos, de falúas de cigarreras y coplas del Pali, de
cuadrilla de Alfonso Borrero cargando bocoyes de
aceitunas endulzadas y de viejos recuerdos de ahogados?
Estaban en la memoria de la tarde
todavía los muchachos bañándose en el río cuando en
el periódico llegó ayer la crónica de Eduardo
Saborido. Leía la sentida evocación que Saborido
hacía de su río de Barqueta y de playa de María
Trifulca, de sandalias de goma y cigarros de matalahúva
del primer pecado, y pensé todo lo que se fue con esa
tapia que el otro día tiraron. ¿O no se fue tanto, que
nos queda, y demos las gracias al Santo Rey, mucha
Sevilla? Leía las apasionadas palabras de Eduardo
Saborido con Sevilla en los labios y pensaba que Sevilla
a todos nos une. Que en las gárgolas de la Catedral, en
las lentas lluvias del día de San Clemente, todos
estamos de acuerdo. Y que todos estamos de acuerdo en la
belleza de estas tardes de magnolios y seises. Y pensé
que esa Sevilla está viva. Eduardo Saborido, desde el
papel, iba tirando por las ventanillas de los vagones de
tercera del Carreta los fardos de café de caracolillo
de los estraperlistas, y yo iba pensando que cualquiera
de aquellos muchachos que nadaban desnudos en el río,
junto a la Torre del Oro, la otra tarde, antes de que
saltara la marea, hubiera podido ser Eduardo Saborido. Y
que tal es la fuerza de Sevilla, que en plena campaña
política, con las espadas dialécticas desnudas y
levantadas, el secretario de los comunistas sevillanos
escribe no del pacto social, sino de la sentida memoria
de las cosas. ¿Por qué nadie ha de adueñarse de la
Sevilla eterna, si perenne es gracias a la memoria de
todos? ¿Es de alguien el bien, la verdad, la belleza?
Bendito sea el régimen de libertades que trajo el Rey
Nuestro Señor que permite que en este junio de urnas,
un sevillano de barrio, a quien he visto muchas noches
de cofradías con los ojos brillantes delante de una
candelería, evoque la verdad suprema de sus propios
recuerdos. Una vez, en París, cuando documentaba mi
«Guía secreta de Sevilla», hablaba con unos exiliados
sevillanos, que eran Antonio Mije y Manuel Delicado. No
me hablaban de las duquitas que pasaron, no me hablaban
del sueño de la huella general revolucionaria en el que
se asaron la vida. Yo venía de una ciudad que ellos
amaban y que se llamaba Sevilla. Y fue Antonio Mije,
comunista, panadero, sevillano de la Macarena, quien me
preguntó:
--¿Y siguen vendiendo pescado frito con manojos de
rábanos?
Como ves, Eduardo Saborido, tú has hecho posible el
viejo sueño político de tus compañeros, de los que,
por cierto, tan lejos sabes que ando. En Sevilla se
sigue vendiendo pescado frito y manojitos de rábanos.
En querer a Sevilla sí que tenemos todos siempre,
Eduardo, todo el pescado vendido.
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