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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3033 - 26 de septiembre del 2002                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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"Jazmines en el ojal", editorial La Esfera de los Libros, prólogo de María Dolores Pradera   

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Estamos aún en tiempo de gozar las delicias del marisco menor. Llamo marisco menor al que lo es de tamaño y a veces de precio. Al que nunca entra en las fuentes de las mariscadas de los nuevos ricos: las humildes quisquillas, los modestos camarones, los entretenidísimos bígaros que desentrañas con un alfiler y paciencia frailuna. Tienen estos mariscos mucho de "chuches" de los niños, por cómo entretiene comerlos. De ellos, ninguno como las bocas de la Isla. Así llaman en Andalucía a las delicadas y mínimas pinzas del barrilete, sabrosas como lata carísima de cangrejo ruso. Donde estén unas buenas bocas de la Isla, que se quiten los langostinos de Sanlúcar, de Vinaròs o de Santa Pola, aun en su variedad de listado lomo, que parecen que llevan la camiseta del Atlético de Madrid. Las bocas de la Isla (no confundirlas nunca con las llamadas bocas o patas rusas) son como pipas de girasol de la mar. Más sabrosas cuanto más apasionante es partirlas para encontrar dentro de su caparazón el brevísimo tesoro de su carne blanca y sabrosa, que si tuviera el tamaño de una cola de langosta costaría millones.

Pero las bocas de la Isla, ay, parecen patrocinadas por el Consejo General de Odontólogos y Estomatólogos de España. Los efectos navideños del turrón a la hora de originar clientes para los dentistas son inapreciables al lado de los estragos que las bocas de la Isla hacen en sus homónimas, las apuntaladas bocas llenas de piezas dentarias empastadas, implantes y más puentes que el Sena por París. Vas a tomarte una cigala y te dan los alicates marisqueros para triturarlas. Pero te sirven unas bocas de la Isla y, ¡hala!, a partirlas con los dientes. Ración de bocas de la Isla, ganancia de dentistas, como el río revuelto lo es de pescadores.

En mi fidelidad a las bocas de la Isla, he vuelto a pagar su patrocinio por los Colegios de Odontólogos. Estaba crujiendo entre premolares y primer molar una bien despachada de tamaño, sabrosa, con un más que taurino color albero en su justa cocción, cuando sentí el habitual crujido: ¡empaste fuera! Mi dentista, sabedor de la casuística de su oficio, ya me conoce. Cuando lo llamo en enero para pedirle hora, sabe que la comisión por su trabajo ha de pagársela a los turroneros de Xixona. Cuando reclamo su urgente auxilio en verano, me dice:

-- ¿Qué, las bocas de la Isla, no?

Y allá que fui, a pagar la penitencia odontológica del gozo de las bocas, cuando en la sala de espera me encontré con una costumbre que quiero denunciar. En ese miedo de la sala de espera del dentista donde comprendemos tan bien el de los toreros en el patio de cuadrillas, estaban las revistas. Revistas del año de los tiros, se sobreentiende. Ejemplares no atrasados, atrasadísimos, de "¡HOLA!". Números de cuando Rosa López conoció Nueva York o Julio Iglesias enterró a su madre. De milagro no estaba aquel número histórico con la portada de Isabel Pantoja en el entierro de Paquirri, con la foto del recordado Alberto Matey.

Las revistas de las salas de espera en las consultas de los dentistas parecen la Hemeroteca Nacional. Un "¡HOLA!" de hace tres meses es actualísimo, porque los hay del año 2001. Ejemplares manoseados por muchas decenas de manos nerviosas que anteriormente esperaron aquí, con el papel ya cuarteado, a los que siempre les falta una esquina cortada a pellizcos, donde estaba el cupón para solicitar la muestra gratuita. Iba a pedir oficialmente a los dentistas que pusieran al día las revistas de sus salas de espera, que se gastaran el dinerito, que para eso bien lo ganan, y ofrecieran el "¡HOLA!" de esta semana y no llevaran los desechos de tienta y cerrado ya leídos y releídos en sus casas. Desisto. Perdería interés. Sabemos así que en la sala de espera del dentista nos vamos a encontrar con una apasionante ucronía: que los que ahí están casándose aún no se han divorciado; que ese rico de toda riqueza aún no se ha arruinado. Mejor así. Con el esfuerzo de esa corrección mental que hemos de hacer a cuanto leemos en el "¡HOLA!" atrasado y sobado de la consulta del dentista, hasta se nos olvida el miedo al chirrido del torno.

 

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