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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3044 - 12 de diciembre 2002                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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"Jazmines en el ojal", editorial La Esfera de los Libros, prólogo de María Dolores Pradera   

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Van doce ediciones, como los doce cascabeles que llevaba por la carretera el caballo al que cantaba Tomás de Antequera. Como doce cascabeles van doce ediciones del Salón Internacional del Caballo. Como para que cualquier actividad o institución sea tomada en serio debe tener unas siglas, como la Sociedad de Autores es la SGAE o la Orquesta Nacional es la ONE, el Salón Internacional del Caballo es el SICAB. La Duquesa de Alba y Curro Romero inauguraron el SICAB, como pueden ver en este número de "¡HOLA!", junto a los muy ilustres visitantes que cada año convida a caballos Tomás Terry. Igual que los famosos caballos de Terry, en el SICAB también están los famosos de Tomás Terry entre caballos.

El SICAB tiene cada año más éxito, y sin menor problema. No sólo no muere de éxito, sino que ni siquiera pilla un resfriado de éxito. Igual que se contaban por miles los claveles que le echaron a María de las Mercedes en el romance, los visitantes del SICAB se cuentan por cientos de miles. "Ah, claro, en Sevilla, y caballos, con tanto señorito, ya se sabe..." Pues no, señor. En Sevilla no hay doscientos o trescientos mil señoritos. "Ni Dios lo premita", como decía la genial Lola Flores cuando le preguntaron si sabía hablar inglés. Los doscientos o trescientos mil visitantes anuales del SICAB no son señoritos cortijeros ni ganaderos de garrocha, sino señores normales y corrientes a quienes les encantan los caballos, y que van a verlos con la familia puesta, con mujer, niños y hasta suegra, como quien acude a un museo. No andan descaminados. Admirar la exhibición de ejemplares en un concurso morfológico de pura raza española es, al fin y al cabo, como ver en el Museo del Prado los caballos que pintó Veláquez con un Rey de la Casa de Austria en sus lomos. El caballo es un animal hermoso, elegante. Verlos bracear en una demostración de doma campera o clásica es contemplar un ballet del reino animal, algunos hay que son como Nureyev con el hierro del bocado.

El viejo marqués de la Motilla, Fernando Solís, cuando sus amigos llegaban al casinillo mosqueados por el embotellamiento que habían tenido que sufrir con el coche, les decía, con la bondad de su corazón:

-- Ah, pues yo no me mosqueo nada con los embotellamientos. Si hay estos embotellamientos es señal de que todo el mundo puede ya tener coche, y eso no es para mosquearse, sino para alegrarse...

A mí me pasa en cuestión de SICAB como a Motilla. Aunque sé de caballos apenas las lecciones de equitación del Brigada Espigares en Pineda, me encantan las colas de domingueros para admirar los caballos en el SICAB. Como me encanta por la carretera, en los fines de semana, cruzarme con los coches todo-terreno que arrastran el remolque de un caballo. Los alrededores de nuestras ciudades se han llenado de picaderos, de escuelas hípicas, de cuadras de alquiler. ¿Cuántas tiendas de moda hípica de confección en España? Hay peñas de matrimonios amigos que se compran un caballo entre unos cuantos, para que los disfruten los niños los fines de semana en el chalecito de la urbanización de la sierra.

No digo ninguna temeridad si afirmo que el caballo se ha democratizado. Esta sociedad de masas, que antes conquistó reductos elitistas como la afición al tenis primero y al golf después, se nos ha vuelto ahora de Caballería. Ya no hay que ser señorito andaluz para ir a caballo. Hay mucho "español de a pie" que es dueño de un caballo. O que por lo menos está encantado con que la niña quiera ser de mayor como la Infanta Doña Elena, como le pasa a una amiga mía. A la hija de esta amiga, en la democratizada moda de lo hípico, le ha entrado una afición terrible por los caballos de salto, que monta en el club. La madre te enseña fotos de la niña saltando, de una copa que hasta ha ganado ya la niña. Pero el padre no está tanto por la labor. Mientras la madre me enseñaba las fotos de la niña, el padre me dijo:

-- Sí, a la niña le encanta saltar a caballo. Pero saltos, saltos, los que se dicen saltos, el que pega un salto que llega al techo soy yo, cuando veo lo que tengo que pagar con las facturas de la afición de la niña...

 

 

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