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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3091 - 6 de noviembre del 2003                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Cuando el siglo XIX iba a a doblar la esquina y Maurice Ravel tenía sólo veinticuatro años, el gran discípulo de Fauré escribió una breve pieza por encargo, que llegaría a ser su primera obra de éxito: "Pavane pour une Infante défunte". Por este encargo de la princesa Edmond de Polignac nació una obra cuya popularidad inmediata llegó a molestar casi de por vida al riguroso músico francés. Era muy difícil no dejarse arrastrar por una melodía tan inspirada como la que daba vida musical a la ficticia infanta muerta. Era una frase destinada a perdurar más que otras de sus obras como "La Valse", la "Sinfonía española" o el repetitivo y obsesionante "Bolero".

Más de un siglo más tarde de su composición, comprendo la aversión de Ravel por la popularidad de su "Pavana". No era ciertamente para tanto. La "Pavana para una infanta difunta" no tiene el menor mérito al lado de otra obra musical que usted conoce y que hasta la canta en cuanto se la cite, y que yo titularía "Pavana para un Papa que se está muriendo". ¿Que cuál es esta pavana? Ya le digo que usted no sólo la conoce, sino que se la sabe de memoria. Es una pavana por sevillanas. Son las sevillanas que empezaron a cantarle a Juan Pablo II cuando lo despedían en su primera visita a la capital de Andalucía y que desde entonces se ha quedado como una especie de escudo musical y sentimental de su pontificado:

Algo se muere en el alma

cuando un amigo se va...

Estas sevillanas, perdón, esta pavana, no crean que se las han escrito al Papa por encargo, como Ravel cumplió el de la Princesa de Polignac. Son relativamente antiguas, y anteriores a su pontificado. Tienen exactamente el mismo tiempo que el reinado de Don Juan Carlos I. Fueron escritas por el poeta Manuel Garrido y el compositor Manuel García y grabadas por primera vez por Los Amigos de Gines en 1975. No las podía haber escrito mejor un poeta que se pusiera a pensar en una letra que un día recogiese con tal fuerza los sentimientos de la Cristiandad ante la vida de un Papa que, por decirlo en verso de otra copla ilustre, "lo mismito que una lamparilla se va apagando".

Los que llegan de los fastos cardenalicios del Vaticano vienen impresionados por la adecuación del arte a la realidad, por la exacta descripción que del final de la vida de Juan Pablo II hacían en el órgano interpretado por Enrique Ayarra las sevillanas de "El adiós", que tal es su título exacto. Me lo comentaba, por ejemplo, el alcalde de Sevilla, peregrino en Roma para acompañar al nuevo cardenal de la sede de San Isidoro:

-- Es que escuchabas la música del "algo se muere en el alma cuando un amigo se va", veías allí a aquel Papa sobreponiéndose a sus propias faltas de fuerzas, y era impresionante, porque todos teníamos el sentimiento de que se está yendo por momentos...

De ahí la grandeza de los poetas, que saben anteponerse a los tiempos, adivinar esos sentimientos. Hacer suya la voz de todos. Si a Manuel Garrido una Princesa de Polignac le hubiera encargado ahora que escribiera un himno solemne y sentido para decirle adiós a un Papa que se nos muere, en una lucha con la vida a cuya retransmisión estamos asistiendo en directo por la televisión, no le habría salido una letra más exacta que "El adiós". Vuelvo a leer esa letra, ya sin música de órgano vaticano y sin el Papa en la plaza de San Pedro, y cada cuarteta parece escrita para este largo adiós de Juan Pablo II. Es como si el poeta, en 1975, hubiera adivinado las rimas populares de los gritos de las visitas del Papa a España ("Juan Pablo II, te quiere todo el mundo"), cuando escribió: "Ese vacío que deja/el amigo que se va/ es como un pozo sin fondo/ que no se vuelve a llenar". Con razón venían con un nudo aún en la garganta y en el corazón los que llegaban de Roma de ver al Papa con los cardenales: "Algo se muere en el alma,/ cuando un amigo se va/y va dejando una huella/que no se puede borrar./ No te vayas todavía,/ no te vayas por favor, / no te vayas todavía,/que hasta la guitarra mía/llora cuando dice adiós."

El que se estaba yendo en la solemnidad de rito, en la berniniana plaza de San Pedro, era aquel amigo que una mañana de beatificación de Sor Angela de la Cruz en Sevilla se había emocionado con esta copla y había llegado a aprenderla y hasta a cantarla, en su más pentecostal que babélico universal don de lenguas. Si impresionados vienen de Roma los que escucharon al órgano esta popular "Pavana para un Papa que se está muriendo", ahora a mí también se me pone un nudo en el alma cuando recuerdo la impresionante imagen de Juan Pablo II sin poder leer la homilía y leo que la letra de "El adiós" lo describe exactamente: "Un pañuelo de silencio a la hora de partir".

 Letra de las sevillanas de "El Adiós"

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