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De rosa y oro 

                                            por Antonio Burgos


Num. 3135 - 2 de septiembre del 2004                                    Ir a "¡Hola!" en Internet
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Ni en Barcelona ni en Atlanta ni en Sydney ocurrió nada por el estilo. Se inauguraban los Juegos Olímpicos en Atenas, que era como estrenar jamón en Jabugo o mantecadas en Astorga. En la estética globalizada modelo Els Comediants o tipo La Fura del Baus, se repetía en la ceremonia inaugural un espectáculo que nos parecía haber visto ya, no sabemos si en los Juegos Olímpicos de Barcelona o en la Exposición Universal de Sevilla, pero seguro que ya lo habíamos visto. Y llegó luego lo que siempre nos hace recordar las lágrimas de la Infanta Doña Elena viendo al Príncipe de Asturias de abanderado de España: el desfile de los equipos participantes. El desfile menos marcial que en mi vida he visto yo. El ejército de Pancho Villa, modelo castrense de lo zarrapastroso, era una formación prusiana comparada con el desfile en plan compadre de los atletas olímpicos. Asunto de todo punto lógico: como predicamos a cada momento que estamos instalados en la sociedad civil, nada más natural que los desfiles, aun olímpicos, sean lo menos militar que se despacha.

Y en Barcelona o en Atlanta no ocurrió lo de Atenas, que más que un desfile de atletas lo fue de cámaras de vídeo en manos de los deportistas participantes. Nunca desfilaron tantas cámaras de vídeo juntas como en la inauguración de los juegos doblemente helénicos, por origen histórico y por ejercicio actual. El grado de desarrollo de las naciones podía medirse según el número de cámaras de vídeo con las que los integrantes de cada equipo iban ellos mismos tomando imágenes de la ceremonia, como en una muñeca rusa: salían por televisión los que estaban haciendo su propia televisión casera con la cámara de vídeo. Era como si Figo, en vez de marcar los goles en los partidos televisados, saltara al campo con la cámara de vídeo en la mano, para poder decirle luego a su mujer:

-- Mira, así se veía al portero enemigo desde la posición teórica del centro del área pequeña...

Los países desarrollados llevaban en Atenas al menos cien cámaras de vídeo por cada equipo. Las delegaciones de Estados Unidos, del Japón, de Alemania, parecían anuncios de cámaras digitales. En cambio no se veía una sola cámara entre los tristes países del Tercer Mundo, esos cuatro atletas de Surinam o de Trinidad-Tobago con sus ropas como de cartel antiguo del Domund. Probablemente estos atletas repetirían una de las frases que más se prodigan en el verano:

-- Qué pena, que no me he traído la cámara...

Hasta tal punto estamos instalados en la cultura de la imagen, que hemos llegado mucho más lejos que el clásico lema de Kodak: "Vacaciones sin Kodak son vacaciones perdidas". Vacaciones sin vídeo, sin cámara digital no solamente son perdidas, sino amargadas. Vemos el mundo a través de la imagen del televisor de la salita y en esta mentalidad lo seguimos contemplando a través del visor de la cámara fotográfica o videográfica. Hay quien entiende que la pequeña cámara de vídeo es una prolongación de sus ojos; que la mejor visión no es la que contemplamos, sino la que hay que apresar y eternizar con la camarita, cada vez más ligera, compacta, multifuncional y perfecta. Igual que los animales se dividen en vertebrados o invertebrados, el turista veraniego se divide en digital o de vídeo, según la cámara a la que vaya conectado. Parece como si no viajasen ellos, sino sus cámaras. No visitan monumentos, admiran paisajes, recorren ambientes típicos o clásicos para vivir ellos mismos ese momento, no: lo hacen para poder sacar la foto digital o los tres minutos de filmación de vídeo. Es como si hubieran sustituido sus ojos por los visores de sus cámaras. Lo he comprobado en todos mis viajes y lo reconfirmo este verano que ya acaba. Ante los paisajes más maravillosos, ante los monumentos más históricos, ante los ambientes callejeros de las ciudades con mayor encanto he vuelto a oír la frase de la dictadura de la imagen. Alguien que, en lugar de gozarse en la contemplación de aquella maravilla, se lamenta:

-- Pepe, qué pena que no nos hayamos traído la cámara...

He oído esta frase ante la Estatua de la Libertad, cuando el barquito se va acercando a su isla neoyorquina desde el Battery Park. La he oído ante un atardecer africano en el Cabo de Buena Esperanza. En la Plaza Roja de Moscú y bajo las estrellas de la Cruz del Sur. En el Viejo San Juan y en la nueva Europa de un Berlín sin muro. En cada excursión turística siempre hay una española que le dice a su marido:

-- Pepe, qué pena que no nos hayamos traído la cámara.

Pienso que el desfile de cámaras de vídeo de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos responde a esta misma dictadura de la imagen de nuestro tiempo. Viendo pasar a los atletas americanos o a los japoneses, cada uno con su cámara, eternizando el momento, la frase probablemente podría escucharse en sentido justamente inverso:

-- John, qué bueno que nos hemos traído la cámara de vídeo...

Y lo peor de todo: que luego los amigos nos proyectan el vídeo de sus vacaciones en la primnera visita que les hacemos en octubre. Pero enterito que nos lo tenemos que tragar...

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