Ni en Barcelona
ni en Atlanta ni en Sydney ocurrió nada por el estilo. Se
inauguraban los Juegos Olímpicos en Atenas, que era como estrenar
jamón en Jabugo o mantecadas en Astorga. En la estética
globalizada modelo Els Comediants o tipo La Fura del Baus, se
repetía en la ceremonia inaugural un espectáculo que nos parecía
haber visto ya, no sabemos si en los Juegos Olímpicos de Barcelona
o en la Exposición Universal de Sevilla, pero seguro que ya lo
habíamos visto. Y llegó luego lo que siempre nos hace recordar las
lágrimas de la Infanta Doña Elena viendo al Príncipe de Asturias
de abanderado de España: el desfile de los equipos participantes.
El desfile menos marcial que en mi vida he visto yo. El ejército
de Pancho Villa, modelo castrense de lo zarrapastroso, era una
formación prusiana comparada con el desfile en plan compadre de
los atletas olímpicos. Asunto de todo punto lógico: como
predicamos a cada momento que estamos instalados en la sociedad
civil, nada más natural que los desfiles, aun olímpicos, sean lo
menos militar que se despacha.Y en
Barcelona o en Atlanta no ocurrió lo de Atenas, que más que un
desfile de atletas lo fue de cámaras de vídeo en manos de los
deportistas participantes. Nunca desfilaron tantas cámaras de
vídeo juntas como en la inauguración de los juegos doblemente
helénicos, por origen histórico y por ejercicio actual. El grado
de desarrollo de las naciones podía medirse según el número de
cámaras de vídeo con las que los integrantes de cada equipo iban
ellos mismos tomando imágenes de la ceremonia, como en una muñeca
rusa: salían por televisión los que estaban haciendo su propia
televisión casera con la cámara de vídeo. Era como si Figo, en vez
de marcar los goles en los partidos televisados, saltara al campo
con la cámara de vídeo en la mano, para poder decirle luego a su
mujer:
-- Mira, así se veía al portero enemigo desde la
posición teórica del centro del área pequeña...
Los países desarrollados llevaban en Atenas al
menos cien cámaras de vídeo por cada equipo. Las delegaciones de
Estados Unidos, del Japón, de Alemania, parecían anuncios de
cámaras digitales. En cambio no se veía una sola cámara entre los
tristes países del Tercer Mundo, esos cuatro atletas de Surinam o
de Trinidad-Tobago con sus ropas como de cartel antiguo del Domund.
Probablemente estos atletas repetirían una de las frases que más
se prodigan en el verano:
-- Qué pena, que no me he traído la cámara...
Hasta tal punto estamos instalados en la cultura
de la imagen, que hemos llegado mucho más lejos que el clásico
lema de Kodak: "Vacaciones sin Kodak son vacaciones perdidas".
Vacaciones sin vídeo, sin cámara digital no solamente son
perdidas, sino amargadas. Vemos el mundo a través de la imagen del
televisor de la salita y en esta mentalidad lo seguimos
contemplando a través del visor de la cámara fotográfica o
videográfica. Hay quien entiende que la pequeña cámara de vídeo es
una prolongación de sus ojos; que la mejor visión no es la que
contemplamos, sino la que hay que apresar y eternizar con la
camarita, cada vez más ligera, compacta, multifuncional y
perfecta. Igual que los animales se dividen en vertebrados o
invertebrados, el turista veraniego se divide en digital o de
vídeo, según la cámara a la que vaya conectado. Parece como si no
viajasen ellos, sino sus cámaras. No visitan monumentos, admiran
paisajes, recorren ambientes típicos o clásicos para vivir ellos
mismos ese momento, no: lo hacen para poder sacar la foto digital
o los tres minutos de filmación de vídeo. Es como si hubieran
sustituido sus ojos por los visores de sus cámaras. Lo he
comprobado en todos mis viajes y lo reconfirmo este verano que ya
acaba. Ante los paisajes más maravillosos, ante los monumentos más
históricos, ante los ambientes callejeros de las ciudades con
mayor encanto he vuelto a oír la frase de la dictadura de la
imagen. Alguien que, en lugar de gozarse en la contemplación de
aquella maravilla, se lamenta:
-- Pepe, qué pena que no nos hayamos traído la
cámara...
He oído esta frase ante la Estatua de la
Libertad, cuando el barquito se va acercando a su isla neoyorquina
desde el Battery Park. La he oído ante un atardecer africano en el
Cabo de Buena Esperanza. En la Plaza Roja de Moscú y bajo las
estrellas de la Cruz del Sur. En el Viejo San Juan y en la nueva
Europa de un Berlín sin muro. En cada excursión turística siempre
hay una española que le dice a su marido:
-- Pepe, qué pena que no nos hayamos traído la
cámara.
Pienso que el desfile de cámaras de vídeo de la
ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos responde a esta misma
dictadura de la imagen de nuestro tiempo. Viendo pasar a los
atletas americanos o a los japoneses, cada uno con su cámara,
eternizando el momento, la frase probablemente podría escucharse
en sentido justamente inverso:
-- John, qué bueno que nos hemos traído la
cámara de vídeo...
Y lo peor de todo: que luego los amigos nos
proyectan el vídeo de sus vacaciones en la primnera visita que les
hacemos en octubre. Pero enterito que nos lo tenemos que tragar...