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                    | S.M. la Reina, en
                      Estoril |  Debió de ser
                  magia de la luz de Sevilla, la ciudad que quiso como suya. A
                  las 3 de la tarde, manos familiares me enseñaban un libro en
                  cuya contraportada venía un viejo, querido escudo: una Jota
                  mayúscula, inscrita en la roja Cruz de San Andrés. Y me
                  preguntaron: --- ¿Esta Jota
                  con la cruz de los carlistas qué era? De golpe se
                  vinieron todos los recuerdos de Estoril, aquellas
                  felicitaciones de Pascuas que llegaban con la Jota de la Cruz
                  de Borgoña, con la foto de los que en el destierro seguían
                  siendo para muchos de nosotros los Reyes de España. Era la
                  foto de un Don Juan de Borbón aún joven y enérgico, con
                  muchas entregas y muchas renuncias en la majestad de aquel
                  traje oscuro de raya diplomática. Don Juan III y Doña
                  María. Los Reyes. Debió de ser la magia de la luz de
                  invierno, dorada de alhucema familiar de brasero, que caía
                  sobre la ciudad que Doña María amó como suya, colegiala del
                  Colegio de las Irlandesas, niña de jardines de naranjos y
                  magnolios, de palmeras coloniales de la Capitanía General del
                  Infante Don Carlos, su padre. Era la magia de la ciudad
                  querida por la Reina que a su casa del destierro de Estoril
                  hasta le puso "Villa Giralda", porque poco después,
                  por un teléfono de sonó, supe que aquellos recuerdos de
                  nuestra Reina eran a aquella misma hora la noticia de la
                  muerte, lejos de su Sevilla, de su Madrid, pero cerca de la
                  mar del "Saltillo", de la mar de los imposibles
                  almirantazgos del que, hijo de Rey y padre de Rey, nos hizo
                  oír sus manifiestos de la libertad como Rey de todos los
                  españoles. Si los ingleses
                  tienen una Reina Madre, nosotros teníamos una madre que
                  había sido Reina y que no había perdido la majestad de la
                  discreción. Si los ingleses tienen una Reina Madre, nosotros
                  hemos tenido una más que templada Madre del Rey, cuyas
                  infinitas renuncias algún día serán conocidas. Empezando
                  por la renuncia a su propio hijo por el bien de España. Doña
                  María había perdido muchas cosas en la vida, el olor a
                  nardos del chalé "Virgen de los Reyes" de Sevilla,
                  en algunos momentos apretados hasta las riquezas, pero quizá
                  pocas pérdidas como la de saber enviar a su Juanito, tan
                  lejos, a aquel Madrid tan hostil a Lausana y a Estoril, como
                  el único camino cierto y posible para que los suyos pudieran
                  seguir sirviendo a España entre renuncias. No podía ser
                  más que tan castizamente española como era, tocada de la
                  gracia de su tierra de adopción, entre una corrida de toros y
                  el estreno de un ballet. Ni podía ser otra cosa que Reina en
                  la discreción del segundo plano, de quien se sabía hija de
                  Infante, madre de Rey. Y para todos nosotros, aquella Reina
                  tan guapa de Estoril, tan señora de sus silencios y sus
                  renuncias. Os lo digo, Señora, con la magia de la luz del
                  invierno, desde la orilla del río, con una ramita de
                  florecido romero de esta tierra de la perenne añoranza de
                  Vuestra Majestad.   Sobre la
                  muerte de la Condesa de Barcelona, en El RedCuadro Un hijo  Una sevillana de pasión       |