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lo ha visto nunca llegar, aunque su venida gozosa desde lejanos
cielos está siendo ya insistentemente anunciada por esta nueva
luz, tan antigua como su gozo. Nadie lo recibe con un poema,
portagayola de la primavera. No, no es el primer azahar. El
azahar tiene un altar en Sevilla, santificado por la copla.
Celosos amantes se asoman a los balcones, al cristal de los
cierros, para verlo llegar cada año. Para ser los primeros en
amar su aroma, la propia esencia de Sevilla, destilada de
blanco. En el cielo se alquilan ya balcones para un casamiento
que se va a hacer, que se casa la ciudad con la primavera.
Nadie lo ha visto nunca llegar porque tampoco es
la primera parihuela de un ensayo de los costaleros. La primera
noche que te encuentras por la calle con una parihuela oyes un
anuncio de la primavera. Hay que escucharlo rachear. Son los
pasos del tiempo, racheando, con los que se va acercando la
primavera. Quizá sea uno de esos sacos que van encima del
tablero, como el anuncio de ese dictado bíblico que podrán luego
gozar los costaleros, cuando lleven a su Cristo o a su Virgen
entre tambores e incienso: "Te ganarás el cielo con el sudor de
tu frente".
Nadie lo ha visto nunca llegar porque tampoco
es el primer capirote que cuelga en la Alcaicería, flor de
cartón que no abre hasta que está suficientemente regada con la
miel de las torrijas, de la fuente ritual que cada Miércoles de
Ceniza me trae a casa el maestro pastelero don Luis Ochoa,
heraldo del tiempo de la luz y del gozo, mensajero celeste que
este año ha sido más exacto y hondo que nunca al transmitirme
los amargores de la dulce verdad revelada de Sevilla.
Nadie lo ha visto llegar nunca, ni nadie le ha
escrito un poema, ni le ha cantado una copla de bienvenida
porque lo que está siendo ya insistentemente anunciado por esta
nueva luz, tan antigua como el gozo que anuncia, es el primer
vencejo.
Vencejos del atardecer: sabed que hay una
ciudad que os espera para tener la certeza de que es ella misma.
Sois, vencejos, como un espejo sonoro de Sevilla en el azul
azogue de los cielos. Con vuestros sonidos se harán más largas
las tardes, llegarán antes las claras del día. Vuestro zigzag
tiene la velocidad de la luz porque sois para nosotros símbolo
de la luz misma. Sabéis mejor que nadie cuándo tenéis que venir.
Cuando hay que venir a Sevilla. En la ciudad de sombras y de
fríos no se os ha perdido nada. Sabéis que tenéis que llegar
para que las leyendas sigan siendo verdaderas. Sabéis que tenéis
que venir para quitar las espinas al Señor. Tenéis que estar por
el Museo a las claras del día un Viernes de primavera, para
quitarle las espinas al Señor de Sevilla. Que por eso tal corona
de espinas tiene forma de bicha. Para que en el supremo
equilibrio ecológico del arte y de la naturaleza, toméis las
espinas de esa bicha y se las llevéis a vuestros hijos en sus
nidos de tierra, de nuestra tierra, amasados con vuestro sudor,
para que desde chiquetitos aprendan cuanto hay que repetir
ritualmente en esta ciudad cuando es llegada la luz del gozo.
Y una vez que hayáis llegado, queridos,
sonoros, familiares vencejos del Arenal, sabremos que ya os
quedareis para estar todas las tardes en la plaza de los toros,
como buenos aficionados que sois, bajando hasta el albero,
templando el vuelo y parando la luz de la tarde. Estaréis aquí
en días de jazmín y magnolia, de seise y de velada, de nardos de
agosto y de desierta ciudad de pregones, velas y siesta. Un día
temprano del otoño, cuando el mosto esté ya aprendiendo a ser
Aljarafe, cuando hayan arrastrado el último toro de la feria de
San Miguel, volveréis a esa desconocida tierra lejana donde no
hay ni río, ni torre, ni luz, ni rito. Desde allí este año,
queridos, familiares vencejos, estáis ya a punto de llegar.
Permitidme que por vez primera os dé la bienvenida en nombre de
la ciudad donde sois cada año azahar sonoro y vivo de sus
cielos.