En
la vieja Sevilla de Césares y Hércules,
de corazas de
armaos sin Pelaos ni Mellis,
centuria
verdadera de aquel siglo en que Cristo
obrara su
milagro del cazón en adobo,
que con mitad
del cuarto llenó cien freidurías...
En la vieja
Sevilla de mármoles de Venus,
de fustes de
Alameda y de Hombres de Piedra,
tenían por
costumbre venerar en la casa,
en el patio de
fuente, de quencias y pilistras,
las estatuas
queridas de lares y penates,
los dioses
familiares de aquellos que se fueron.
Los lares y
penates de aquellos sevillanos
les seguían
guiando sus pasos por la vida
desde aquella
hornacina del patio que pisaron.
En este Martes
viejo de Lonja y de Jardines,
este Martes
que lleva un nombre
de aguardiente
destilado en
la jara de Higuera de
la Sierra,
los lares y
penates a Híspalis
retornan,
la Roma de un
Senatus con marchas y
tambores,
en donde las
legiones de cirios
nazarenos
batallan
contra el tiempo y vencen
a la muerte.
Los lares y
penates de viejos sevillanos
regresan este
día a ponerse su túnica
y a seguir con
un cirio a un Cristo o una Virgen,
quizá con una
vara de plata y presidencia.
Sostengo que a
Sevilla cada año retornan
aquellos que
se fueron dejándonos su rito.
Yo sé que Juan
Carrero salió anoche en Las Penas:
llevaba la
grandeza del trabajo constante
en anales de
cera goteando en sus manos.
Y sé que el
Jueves Santo, cuando sean las doce,
llegará a San
Lorenzo, qué camino más corto,
el viejo
nazareno que porta una bocina
y escribe la
memoria de sus años triunfales.
Su papeleta
pone: «Enrique Esquivias Franco».
Por esas
mismas leyes de lares nazarenos,
de penates
romanos con su sarga y su esparto,
hoy que es
este Martes de Lonja y de Jardines
irá Ramón
Ybarra con su vara dorada,
su sonrisa de
plata, sus ojos tan de Feria,
su porte
caballero, primitiva elegancia
de quien hace
las cosas porque tiene que hacerlas.
Y cuando un
Catedrático que explica Buena Muerte
atraviese esta
tarde el sol por el Postigo,
yo sé que un
estudiante de Derecho, Juan Moya,
irá por calle
Arfe con su túnica negra.
O es antes
todavía, es quizás niño acólito
de talega de
incienso, al que queda muy lejos
esa vara
dorada y el pregón de su padre.
Me lo dicen
los lirios del monte de ese paso;
la caoba lo
dice, lo dicen los hachones,
lo sabe el
diputado del tramo de la ausencia,
que ya ha
pasado lista a todos los que vuelven.
La vieja
cofradía retorna por Laraña,
y luego en la
estrechura de noche y Placentines
con sus brazos
el Cristo nos ataja la calle
por la que ya
no pasa la vida como entonces.
El día que se
fueron llevaban de mortaja
la túnica del
Martes al que ahora regresan.
Juan llevaba
su esparto, su escudo, su medalla,
ruán negro de
promesa, de cruces y aprobados.
Y Ramón de ese
blanco Candelaria, limpísimo,
un blanco de
jardines, de Virgen por la noche,
de flor de los
naranjos y sonrisa del alma,
haciendo
cofradía, arreglando problemas,
enseñando
Sevilla al amigo de fuera,
o enseñando
concordias en las riñas de dentro.
Para Juan, el
silencio del lirio en el Alcázar,
y a Ramón,
bamboleos de caídas de palio
cuando suenan
las marchas y se oye la saeta,
cuando pasa la
Virgen por la plaza que estrena
su nombre en
azulejos del blanco de Las Nieves.
Para Juan son
los lirios, Ramón paga las flores
que trae Pape
el Planeta con Perico Chicote,
y forman la
corona de la gloria infinita,
para estos
nazarenos cercanos que regresan,
los lares y
penates que a la vida retornan.
Hoy vuelven
con la túnica que fuera su mortaja.