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El Recuadro   

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ANTONIO BURGOS | EL RECUADRO


Misererear y asalvadorar Sevilla

 
COMO estamos en Carnaval, al menos los que tenemos la doble militancia de Sevilla y Cádiz, inventemos palabras, a modo de trabalenguatis del periquitúliqui del pelachícharos. E invento esos dos verbos, misererear y asalvadorar, para destacar que recientes iniciativas en esta ciudad de perfil cívico plano nos demuestran que en Sevilla los problemas se vienen arreglando cuando están en las últimas, casi más perdidos que el barco del arroz, y llega entonces el toque a rebato. Para que algo que nunca debió tambalearse recupere el equilibrio estable, es necesario, por lo visto, que antes esté en perri y a pique de un repique, de hundimiento en el caso de los monumentos o de pérdida en el caso de los tesoros inmateriales. El Salvador está de dulce porque por poco se hunde y porque se caían las piedras de la cúpula, con riesgo de matar a una criaturita que fuera a rezar al Señor de Pasión. Si El Salvador no llega a estar en trance de hundimiento, pero, vamos, como el Titanic pero sin orquesta, allí no se hubiera arreglado nada, y estaría todo tan cochambroso y abandonado como desde tiempos del Cura Don Francisquito, por citar ilustres y popularísimos tonsurados que sirvieran a la parroquia a la que no sé por qué ahora le han puesto de mote La Colegial, que suena a Jerez (no quiero ni pensar que los Osborne del Puerto también se hayan quedado con El Salvador como con las marcas históricas de vinos y brandies de la Casa Domecq).
El problema del patrimonio histórico-artístico de Sevilla es que aquí se destinan sumas millonarias a las restauraciones y las rehabilitaciones, pero luego en los presupuesto no se consigna ni un euro para el mantenimiento y la conservación. Y, claro, como el mantenimiento y la conservación no se pueden inaugurar, ni nadie puede poner su logotipo para hacerse la propaganda y la foto diciendo que va de patrocinador de un blanqueo o del arreglo de las goteras del tejado, pues pasa lo que pasa. Que las cosas se abandonan hasta que se hunden. Hasta semanas antes de que lo vaciaran por dentro ante el silencio de Sevilla entera y la voz en el desierto de Pablo Ferrand, de Adepa y de cuatro loquitos del patrimonio más, la fachada del palacio de San Telmo estaba llena de desconchones, a los hierros de los balcones se les veía la mano interior de minio y en los tejados había una selva de jaramagos. No hacía ni quince años que aquello se había restaurado millonariamente en vísperas de la Expo del 92 y estaba ya que daba pena. ¿Por qué? Porque como eso no vende electoralmente, no había un duro para mantenimiento. Hasta que vino la segunda modernización, digo, la segunda restauración (?) de San Telmo, y verá usted cuánto nos va a costar ahora lo que se hubiera arreglado con una manita de pintura de la fachada y arrancando jaramagos y yerbajos de los tejados.
Y con el Miserere, igual. En esta ciudad que, insisto, se inventa 3.758 nuevas «tradiciones» de ahora mismito cada día, para lucimiento de la vanidad de alguien, hemos estado a punto de quedarnos sin la centenaria del Miserere de Don Hilarión Eslava, el navarro maestro de capilla de la Catedral que vivía en el Colegio San Miguel y que por cierto tiene allí todavía una lápida que lo recuerda, sobre la antigua puerta, que es la actual de entrada a los pisos de los calonges en la Plaza del Cabildo. Gracias a este zamarreón de la posible pérdida, el Miserere se va a salvar. Y con la novelería clásica nuestra, verá usted cómo este año tiene mayor expectación que nunca. Saldrá, más o menos, como El Salvador: restaurado y sacado de brillo algo que estaba a punto de hundirse.
Por eso digo que convendría llevar estos esquemas a la vida entera de la ciudad, que otro gallo cantaría. Habría que misererear y asalvadorar Sevilla entera, para ver si así podíamos impedir el imparable proceso de destrucción del centro, sin retorno. ¿Por qué no miserereamos y asalvadoramos en su día, un poner, las setas de La Encarnación, y evitamos que pusieran ese mamarracho verdaderamente irrecuperable? Ahora van a misererear y a asalvadorar los postes y cables del tranvía, vulgo catenarias, quitándolos desde La Lonja al Arquillo, y gastándose otro dineral en lo que nunca debieron poner. Rafael Montesinos llamó «Los años irreparables» a sus evocaciones infantiles sevillanas. Ahora las habría retitulado como «Los daños irreparables»... salvo asalvadoramiento o mirerereamiento.
 
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